La 'ley trans' y la barra libre de la misoginia
«Cuatro años y un Ministerio de Igualdad después de la primera huelga feminista, no se ha mejorado la vida de ninguna mujer excepto la de Irene Montero»
A partir del éxito de la primera huelga feminista parecía como si, de repente, se hubiera decretado la obligatoriedad del feminismo. De un día para otro, todo el mundo era feminista e incluso empezaron a surgir Gobiernos autodenominados así. En un primer momento llegué a pensar que, por fin, se intentaría acabar con injusticias que sufren las mujeres como la obligación del hijab para las musulmanas o la privación de la educación para niñas y adolescentes no solo en países que nos parecen remotos, sino en el corazón de Estados Unidos, donde las alumnas ultraortodoxas, aunque escolarizadas, salen de los centros siendo prácticamente analfabetas funcionales.
Cuatro años y un Ministerio de Igualdad después no se ha mejorado la vida de ninguna mujer excepto la de Irene Montero y sus amigas. Y a nivel internacional, la cosa no solo no ha mejorado sino que ahora tenemos a la UE promocionando el hijab como símbolo de la belleza, la alegría y la diversidad y a las mujeres afganas abandonadas a su suerte ante el nuevo régimen talibán.
Eso sí, en nombre del feminismo se puede, por ejemplo, destituir la cúpula de los Mossos (a quitar a unos hombres para poner a otros lo llaman feminizar el cuerpo) o crear una nueva Consejería con sus correspondientes altos cargos que no sirven ni para alzar la voz cuando en TV3 unos «humoristas» expresan sus deseos de que una menor les realice una felación. Y también se puede establecer una suerte de feminismo institucional que trata a las mujeres como perpetuas menores de edad mientras exalta su natural predisposición a los cuidados con unos discursos que harían las delicias de la Sección Femenina.
Pero lo peor de todo es que mientras desde el Gobierno se decreta esa especie de feminismo cursi del que muchas huimos sin mirar atrás, se promueve también una ‘ley trans‘ que está sirviendo como excusa para el borrado de las mujeres y para abrir la barra libre de la misoginia. Todos muy a tope con el feminismo, claro que sí, pero atrévete tú a poner alguna objeción a que se mutilen pechos sanos o a decir que te parece una contradicción que se abomine de la patologización mientras se anima a la ingesta de testosterona a menores. O que el sexo es algo perceptible desde antes del nacimiento hasta después de la muerte. En seguida te caerá la etiqueta de homófoba o transexcluyente y a partir de ahí ya están permitidos los insultos e incluso la violencia.
El caso más conocido es el de J.K. Rowling, la celebérrima autora de Harry Potter, que tiene amenazas de muerte como para empapelar su casa. Ella ha defendido que cada uno puede vestirse como quiera, sentirse como le dé la gana y tener relaciones sexuales con quien le plazca y jamás ha hecho ni un solo comentario contra el colectivo trans, pero da igual, la neoinquisición le ha colgado la etiqueta de TERF y eso ha hecho que incluso la excluyeran del 20 aniversario de la exitosa carrera cinematográfica de su hijo literario.
Y aunque el tema de las cancelaciones se suele cebar con las mujeres, Pablo de Lora, compañero en este medio, también lo ha sufrido en sus carnes. Tras ser invitado a participar en un seminario internacional para hablar sobre el concepto de género, un estudiante trans se quiso marcar un allí me colé y en tu fiesta me planté y pidió que se desconvocara al catedrático para hablar él. Toma ya. Como los organizadores no se plegaron a su deseo, un grupo de estudiantes y alguna profesora que sí había disfrutado de su libertad de expresión impidieron que De Lora pudiera exponer su punto de vista y se perdió así la ocasión de rebatir sus ideas en caso de considerarlas equivocadas.
Y es que, como decía, basta que te cuelguen la etiqueta de transexcluyente para que se abra la veda y se te pueda insultar y negar la palabra. Vaya por delante que me parece horrible que se discrimine a las personas trans y que, por supuesto, hay que reivindicar sus derechos, pero su defensa nunca puede ser una excusa para cercenar la libertad de expresión. Ni considerar a alguien TERF puede convertirse en una licencia para incitar al odio. ¿Se imaginan que un hombre de un partido de derechas luciera una camiseta que pusiera «mata a la feminista» o que llamara a tirar ladrillos a una escritora bisexual? La que se liaría. Pues bien, se venden camisetas con «Kill the TERF» y se incita a tirar ladrillos a Lucía Etxebarria y aquí no pasa nada. De hecho, la ministra de Igualdad lo aplaude.
Y es que la eclosión feminista institucional es tan falsa como esa supuesta reivindicación del colectivo LGTBI porque, si se fijan, en ambos casos existe una letra pequeña de derecho de admisión: ni todas las mujeres ni todas las personas LGTBI son bienvenidas. Solo lo son las que se adecuan a las normas previamente fijadas y, si hay que expulsar al resto de las manifestaciones con insultos, golpes y lanzamientos de objeto, se hace. Porque, no nos engañemos, no se trata de la defensa de estos colectivos, sino de conseguir la hegemonía con determinados dogmas y expulsar y anatemizar a los que no se pliegan a ese discurso.
Se necesita un diálogo sereno sobre cómo mejorar la vida de las personas trans, pero se tiene que establecer sobre evidencias científicas y con rigor jurídico. No puede ser, por ejemplo, que las leyes trans de Andalucía, Aragón y la Comunidad de Madrid contengan citas falsas del TEDH, como ha denunciado la asesora jurídica Irene Aguiar. No puede ser tampoco que se ponga en riesgo la vida de las mujeres en disciplinas como el boxeo al participar en competiciones contra personas que han nacido hombres. Y no puede ser que, para no ofender a una minoría, se ofenda a una mayoría de mujeres invisibilizándolas en aberraciones como personas menstruantes o personas gestantes. Porque eso, queridos, no es defensa del colectivo trans: eso es purita misoginia.