Decadencia olímpica
«Nada, hombre, nada: nos olvidamos de los Juegos Olímpicos y vamos a por el Vic-Dakar»
Los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 depararon muchos momentos mágicos a los habitantes de la ciudad, entre los que entonces me contaba yo. Una yo que todavía no había vivido en Madrid, ni en Nueva York, etc. Era una yo mucho menos viajada y no sé si más o menos impresionable (a mí muchas cosas cada vez me impresionan más, no menos…) la que vivió la escena que sigue.
Habíamos ido dos parejas al teatro. Concretamente al Teatre Grec, el maravilloso teatro al aire libre hincado en la antigua cantera de la montaña de Montjuic, inspirado en la planta del teatro de Epidauro y construido para la Exposición Internacional de Barcelona de 1929. Una función nocturna en verano ahí es una delicia. No digamos si encima echan la Medea de Eurípides…con Irene Papas en el papel principal. Ea.
Acabada la obra las chicas queríamos ir al baño, que por lo menos entonces (hace demasiado que no voy) estaba junto al bar, ubicado en una coquetona terracita. Para allá que nos encaminamos sólo para descubrir que era misión imposible: la terracita del bar del Grec había devenido súbitamente infranqueable. Estaba tomada por cuatro personas que ocupaban una única mesa, dos parejas como nosotros, sólo que los hombres de ellas se veían bastante más maduritos que los nuestros y encima iban los dos en bermudas y mocasines…. y por unos cuantos guardaespaldas que no dejaban pasar a nadie para nada. Ni para ir al baño.
Poco a poco se fue arremolinando gente, yo convencida de que venían todos a pedir explicaciones y a protestar. En lugar de eso, empezaron a cundir los «oooooh» y los «aaaaah». Y es que los dos maduritos en bermudas resultaron ser….Jack Nicholson y Michael Douglas, allá felizmente despatarrados y a sus anchas. Al parecer ellos también habían venido al teatro a ver Medea pero, o se habían aburrido, o tenían mucha sed, o, a juzgar por los tensos glúteos y mandíbulas de sus señores guardaespaldas, no les apetecía mezclarse con la chusma. Toda ojos redondos y admiración en ese verano de gloria en que, por espacio de quince días, Barcelona le hizo la competencia a Manhattan.
La gente se cree que yo me he vuelto así ahora. Pero ya era así de pequeña. Aun siendo una prudencial admiradora de Jack Nicholson, y habiendo disfrutado bastante con alguna película de Michael Douglas, me pareció muy feo, muy cutre y muy fatal verles apoderarse de aquella manera de una terraza pública (que estaba en medio del camino al baño, además), soltar a los guardaespaldas como quien suelta a los perros y hala, a cruzar las pantorrillas peludas y a fumarse un puro. Si el espíritu olímpico era aguantar esto, apaga y vámonos.
Intenté arengar a la minimultitud para que me siguieran y romper todos juntos el cerco. Con cero resultados. La mitad no se atrevía y la otra mitad se lo tenía que pensar. Entonces decidí ir al baño yo sola, por mi cuenta, y que fuese lo que tuviese que ser. Mi pareja me leyó el pensamiento y por las mismas me lo intentó quitar de la cabeza: «¡Ni se te ocurra!». Pues ya se me había ocurrido. Y de verdad que no lograba entender cómo no se le ocurría a nadie más.
En estas estábamos cuando algo distrajo la atención de los guardaespaldas, que se relajaron hasta el punto de dejar pasar a alguien: una mujer morena, pausada, grave. Era Irene Papas. Venía ella al bar a saludar a Nicholson y a Douglas, en lo que no dejó de llamarme la atención como otra anomalía: ¿no habría sido más lógico que fueran ellos a su camerino? El caso es que, al verla cruzar por entre las líneas enemigas, concebí un plan audaz. Yo acababa de comprar el texto de la obra, de Medea, a las puertas del teatro. Ignorando las prevenciones de mi pareja, me dirigí a la otra chica: «¿Me prestas un boli o un lápiz?» Y ella, desconcertada: «Sólo tengo un lápiz de labios«. Y yo: «Me vale».
Cuando todo el mundo se quiso dar cuenta, yo ya había pasado también, había atravesado la barrera, y estaba justo al lado de los dos actores y la actriz. Gran berrinche de los guardaespaldas. Pero yo ya estaba muy cerca, muy pegada a ellos, llevando un librito en la mano y el lápiz de labios en la otra, con la universal actitud inequívoca de quien se dispone a pedir un autógrafo. Creo que fue Michael Douglas quien, sonriéndome magnánimo, contuvo con un gesto a los gorilas. Jack Nicholson se sacó el puro de la boca y también sonrió. Creo que tenían curiosidad por ver a quién de los dos le pedía el autógrafo primero.
Y yo, con toda naturalidad, les di a los dos la espalda, toda la espalda que tengo, y en mi vacilante inglés de la época sólo dije: «Señora Papas, ¿sería usted tan amable de firmarme esto de recuerdo?». Ella sonrió primero azorada y después inmensa. Y cogió el lápiz de labios y me lo firmó. Me despedí y me largué, consciente de estar pisando egos de Hollywood como cristalitos machacados. Qué gusto.
A lo que iba: que se puede y se debe aspirar a todo, también a unos Juegos Olímpicos, a todo lo que Barcelona’92 significó, sin despeinarse y sin perder la dignidad. Sabiendo estar cada uno en su sitio. Los mismos -o sus herederos- que entonces arrugaron el morro porque a) les daba rabia que se notara que los Juegos eran un esfuerzo conjunto de toda España, no de Barcelona sola b) incluso si en algún momento podían parecer de Barcelona sola, entonces les daba rabia esa Barcelona todavía rebelde, chispeante y resistente al Godzilla independentista que ya campaba por sus respetos en la Cataluña interior, que ya soñaba con inundar de esteladas el estadio olímpico, pero que todavía no veía por dónde meter sus patazas en el área metropolitana: faltaba todavía para que el pujolismo mutara en procés y para pasar de Pasqual Maragall a Ada Colau.
Viendo la cadena de despropósitos que rodea el agrio debate sobre la posibilidad de una nueva candidatura olímpica, esta para los juegos de invierno de 2030, no sé si deprimirme o exaltarme al ver que del espíritu de Barcelona’92 parece quedar ahora mismo más la paletada que la grandeza. Más el pueblerinismo que la fantasía creadora. ¿De verdad van a ser capaces de sabotear esto antes de compartirlo con Aragón, comunidad, por cierto, a la que los nostálgicos del pancatalanismo de Jaume I deberían mirar con especial ternura? Ni que a Pere Aragonès se le estuviera pidiendo que prenda la llama olímpica con Isabel Díaz Ayuso al lado. En cuanto al argumento antisistema de que al paso que va el cambio climático ya no quedará nieve en el Pirineo en el 2030…Bueno, si lo dicen los de la CUP, que son todos de familia con casa en la Cerdanya y de desayunar en la cama con los esquíes puestos…
La Barcelona y la Cataluña del 92 tenían sin duda muchos defectos, pero todavía no habían llegado al lamentable punto de preferir quedarse tuertos si así otro se queda ciego.
Pues nada, hombre, nada: nos olvidamos de los Juegos Olímpicos y vamos a por el Vic-Dakar.