Autocracia o democracia
«Putin ve cómo la diferencia tecnológica entre los suyos y EEUU es cada vez mayor y su capacidad de respuesta y disuasión es cada vez menor»
Creo que es evidente que la historia no se repite, es algo imposible, sin embargo, sí es cierto que las estructuras mentales y culturales profundas hacen que distintos episodios históricos se parezcan mucho. Esta aparente contradicción podríamos encontrarla precisamente en que las lógicas de poder, temor, enfrentamiento y conflicto responden a marcos mentales que, si quitásemos lo contingente y contemporáneo de cada época, sabríamos reconocer sin ningún tipo de problema. Caso claro lo encontrará cualquiera que lea la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides: en esta obra podemos ver qué es el poder y cómo reaccionamos ante él, tanto ante la posesión del mismo, como ante su ausencia o, peor aún, ante la posibilidad de perderlo. Pero ¿qué es el poder? Tucídides lo condensa en el diálogo entre los melios y los atenienses (antes de destruir Melos, matar a todos los varones adultos y esclavizar a mujeres y niños) cuando los atenienses dijeron a los melios:
«Lo sabemos igual que lo sabéis vosotros: en el cálculo humano, la justicia solo se plantea entre fuerzas iguales. En caso contrario, los más fuertes hacen todo lo que está en su poder y los débiles ceden».
Y en esto, como decía, si quitamos lo concreto, el aquí y ahora, observamos que lo que nos ocurre en nuestra contemporaneidad responde a unas pulsiones que podríamos encontrar (como mínimo y por el momento en el que apareció con mayor intensidad el concepto de territorialidad) desde el Neolítico. Es llamativo el paralelismo que podríamos hacer entre los conflictos y enfrentamientos que están sucediendo en la actualidad y, precisamente, los acaecidos en la Guerra del Peloponeso. Si nos fijamos, ya entonces existieron dos modelos, dos relatos, dos justificaciones, incompatibles y antitéticas que, en el fondo, era un problema de hegemonía y de poder. No solo eso, también me llama la atención la comparación de cómo se parecen la ausencia de una auténtica conciencia democrática, la descomposición cultural y conceptual de la democracia ateniense con el impacto del relativismo democrático que está carcomiendo los cimientos de nuestras democracias.
La pregunta a la que habría que responder sería ¿a qué responde la aparición de esta especie de «nueva Guerra Fría» entre Rusia, China y el llamado Occidente? Habría muchas respuestas, algunas fatalistas (y cómodas) como la llamada (precisamente) «trampa de Tucídides», qué básicamente dice que cuando hay una potencia emergente que puede sustituir a una potencia dominante hay muchas posibilidades de que se dé un enfrentamiento entre ellas. Otra respuesta podría estar pegada mucho más al terreno, podríamos encontrarla en ventanas de oportunidad de cada uno de los actores frente a un desarrollo tecnológico que podría desbancarlos en el actual tablero geopolítico (obsesión tecnológica que los chinos tienen marcada a fuego desde que en el siglo XIX las potencias europeas humillaron al gigante chino por el enorme gap tecnológico existente). La última de las respuestas es la del modelo político y las normas en las relaciones internacionales.
Aferrarnos al modelo «trampa de Tucídides» es atrayente, pero no va más allá de un eslogan y un estudio estadístico de las veces que ha sucedido algo así a lo largo de la historia. El problema lo encontraríamos en que, si no somos conscientes de la inconsistencia del postulado en los casos concretos, podríamos caer en una peligrosa profecía autocumplida. Es una respuesta demasiado sencilla para un problema demasiado complejo. Recordemos cómo este tipo de «leitmotiv» ha condicionado muchas decisiones estratégicas, como ocurrió con la muy famosa tesis del «fin de la historia» de Fukuyama, cuando, en verdad, lo que estaba ocurriendo era la «descongelación» de la historia después del fin de la Guerra Fría, el fin de los metarrelatos y la vuelta a las lógicas de poder, conflictos y el cuestionamiento de las normas internacionales surgidas tras la Segunda Guerra Mundial.
Fijémonos en la segunda posible respuesta: el frente tecnológico. Es interesante porque en este tipo de ámbito podemos ver cómo la tecnología es, básicamente, un medio para alcanzar un fin. En este caso lograr una posición de ventaja o de igualdad frente a posibles conflictos con rivales (ya sea como disuasión, o si llega el caso, para lograr la victoria). Este sería tanto el caso ruso como el chino. El primero ve cómo el gap tecnológico entre ellos y EEUU es cada vez mayor y su capacidad de respuesta y disuasión es cada vez menor. De hecho, ya en 2013 un analista ruso denunciaba que un ataque con misiles de cruceros estadounidenses podría acabar con entre el ochenta y el noventa por ciento de las fuerzas estratégicas nucleares rusas, acabando con una posibilidad de respuesta creíble. Con lo que la ventana de oportunidad y capacidad para reordenar el área rusa de influencia se está cerrando por momentos. Paradójicamente, el caso chino es parecido pero con una ventana de oportunidad mayor por su esfuerzo en la inversión en tecnologías de vanguardia de uso militar. El problema es que la diferencia entre su capacidad de innovación y de inversión es cada vez menor frente a la de los EEUU (por problemas de eficiencia, situación geográfica y acceso a ciertos tipos de tecnología), y ello dibuja un escenario de una o dos decenas de años para imponer su poder duro en cuestiones de supervivencia (del régimen) como es el estrecho de Malaca o la llamada primera cadena de islas.
Como última respuesta deberíamos plantearnos una pregunta: ¿qué modelo queremos que rija en el mundo? Uno en el que las diferencias y conflictos se resuelvan entre la igualdad que nos garantizan las leyes (internacionales) o, simplemente, en que los más fuertes impongan su poder a los más débiles, ¿queremos un modelo democrático y liberal o uno en el que las autocracias se midan en función de su capacidad militar o de coacción económica? Lo cierto es que aquí está la clave, no podemos olvidar que mientras nos entretenemos en ver mapas, hacer análisis militares y geoestratégicos, en verdad, lo que está en juego es que se imponga un modelo democrático basado en la libertad, la igualdad ante la ley y las normas frente a los modelos autocráticos y autoritarios pensados en la perpetuación de las tiranías y el poder territorial.
Nos guste o no, para evitar estar en la parte débil de un diálogo como el de los melios, las democracias han de poder tener capacidad de disuasión y capacidad de atracción. Eso sí, una democracia que no pierda de vista lo que es ser una democracia, una democracia que no se desnaturalice aceptando relatos que son impropios como el de la imposición cultural e identitaria. Una democracia, que, mientras refuerza el poder exterior, paralelamente, fortalece las bases democráticas de la democracia, no solo para evitar que se corrompa como ocurrió en la antigua Atenas, sino para que sirva de modelo y espejo de aquellas sociedades sometidas a las tiranías. El problema es que si se sigue permitiendo que, desde los poderes públicos y los poderes fácticos, se cercene la diversidad, se encorsete la libertad, se impongan estereotipos y se pongan en cuestión las libertades individuales, la frontera entre la tiranía y la democracia será cada vez más difusa. Deberíamos evitar caer en lo que podríamos llamar la «trampa de Pericles».