¡Que cuelguen a Aristófanes!
«Quién necesita Black Mirror cuando puede incitar al boicot de un ultramarinos que rotula en castellano»
En cuanto uno franquea el acceso a la Sala Roja, sublime porte de los Teatros del Canal, le invade una repentina sensación de contento. No todos los días se estrena una obra de Joglars.
¡Que salga Aristófanes!, coincidente con el sexagésimo aniversario de la compañía, representa la caída en desgracia y el posterior rapto de quijotismo del profesor Redondo. Este, después de ser linchado virtualmente por sus alumnos, acusándolo de mil y una infracciones, pierde el oremus y acaba creyéndose el comediógrafo ateniense.
Prescriben las viejas reglas del duelo que el ofendido elige el arma. La brigada del dedito se sirve de sus falanges acusadoras, que se agitan como la varilla de un sismógrafo cuando perciben la más leve transgresión moral. Para el fiscalizador, el mal es objeto de deixis: basta con señalarlo para neutralizarlo.
De la «moralización de la vida pública» ha escrito recientemente Ricardo Dudda, criticando la turrita que, a diestra y siniestra, invade el debate público. Acertaba, a mi juicio, al definir como religioso el cerco que trazan los virtuosos para execrar al impuro. Ahora bien, ¿es la moralización el verdadero problema?
Moral viene de mor, moris, que es costumbre. La acción humana se da en forma de costumbre, porque no existe la acción aislada, inaudita, irreductible. Si matas perros, no querrás que te llamemos amante de los animales. Se nos juzga por nuestros actos.
No se puede moralizar lo que es moral. Cosa bien distinta es el señalamiento público, o el ulterior juicio sumarísimo. Lo que pasa es que una cosa suele llevar a la otra. Se empieza clavando tesis en Wittenberg y se acaba contratando vigilantes en Ginebra. No cabe la clemencia ante el pecador ni la duda ante la feligresía. Vale quien vence.
¿No dice el Evangelio que somos creados para cumplir la ley y no para juzgar al hermano? Pues merced al sacerdocio universal del nuevo puritanismo, para estar entre los elegidos hemos de ratificar constantemente el propio estado de Gracia. A falta de coadjutor, disponemos de una muchedumbre sorda que nos fiscaliza.
Si existe un «sistema de crédito social», no es exclusivo de la República Popular China. Quién necesita Black Mirror cuando puede incitar al boicot de un ultramarinos que rotula en castellano, o castigar con una estrella en TripAdvisor al figón que le sirvió las croquetas frías, o «cancelar» a un ponente como quien cancela un pago o una cita.
Por cierto… Un momento inolvidable de la obra de Joglars lo protagoniza Fidias; o, más bien, un loco que se cree Fidias. «¡Yo no soy artista!», exclama. «¡Soy artesano, soy técnico de mantenimiento!». La invectiva debería servir de consigna a quienes se definen como creadores. La creación ex nihilo, potestad exclusiva de Dios, es ahora regalía de quienes se avienen a cobrar en likes.
Hoy el jardinero es paisajista, el peluquero es estilista y el cocinero es creador culinario. Cuanto el arte se recluye en pináculo de su torre de marfil, la quincalla prolifera por doquier. El musical de Bustamante es una tragedia griega y tu primo Emilio no hace vídeos de Tiktok, sino performances. Cuando desaparece el arte, todo parece arte. El buen teatro, afortunadamente, lo sigue siendo.