El mal servicio
«Ese camarero veterano que sólo es capaz de mostrar algo de simpatía cuando uno visita su bar al menos diez veces es todo un símbolo nacional. Para él, que lava los vasos como de pasada, el cliente no siempre tiene razón»
Se quejaba el otro día un amigo extranjero del servicio en España. Decía que sí, que la comida muy bien, pero que los camareros son bordes, desagradables, poco eficientes. Él, según me contó, está acostumbrado a que lo traten mejor; a que los camareros se muestren, como mínimo, agradecidos por su visita: «Al fin y al cabo, vengo a gastarme dinero en su local pudiendo ir a otro sitio».
Supongo que mi amigo esperaba que lo apoyase, pero yo no pude disimular el orgullo que me suscitaban sus quejas. Primero porque me confirman, una vez más, que no somos el país que en Bruselas querrían que fuésemos. Consiguieron desindustrializarnos, sí, e inventaron la PAC, también, pero resulta que a pesar de todo no hemos asumido del todo nuestra condición de esclavos; resulta, quiero decir, que no nos gusta mucho eso de tener que servir cerveza o jamón o calamares el resto de nuestros días. Y, aunque muchos se ven abocados a hacerlo, ninguno lo hace entusiásticamente. Y esto, qué quieren que les diga, es todo un alivio.
Pero no fue eso lo único que traté de explicar a mi amigo, que me miraba entre sorprendido y contrariado: añadí, además, que en esa clase de trato reside una buena parte de la magia de nuestros bares. En efecto, ese camarero veterano que sólo es capaz de mostrar algo de simpatía cuando uno visita su bar al menos diez veces es todo un símbolo nacional. Para él, que tira las cañas sin mirar, que lava los vasos como de pasada y que pone tapas a una velocidad vertiginosa (en la barra, que llevarlas a la mesa es otra historia), el cliente no siempre tiene razón. Por eso trabaja en Hermanos Alonso o en el Bar Salinero en lugar de en Starbucks. Bueno, por eso y porque se negaría —¡con buen criterio!— a dibujar una carita feliz junto al nombre del cliente en un vaso de cartón.
Rematé mi argumento hablando, a él y a cuantos nos acompañaban, de uno de mis restaurantes favoritos de Madrid: un asturiano al que conviene ir meado de casa y en el que el revuelto de morcilla y el cachopo —rebozado, no empanado— son excelentes. Les conté que allí es uno el que debe mostrarse agradecido a los camareros y no al revés; que uno, más que esperar de ellos una sonrisa, procura sacársela. Porque su jornada es larga y extenuante, sí, y porque llevan muchos años dedicándose a un oficio duro y poco agradecido; pero sobre todo porque son ellos quienes nos sirven a nosotros. Y eso, querido amigo, no está pagado.