Ucrania a medio gas
Los gobiernos europeos incautan yates a los amiguetes de Putin pero siguen comprando gas ruso; y la mayoría de sus bancos siguen en el SWIFT, incluidos los que cobran el gas
Los occidentales presumimos de que Putin se equivocó al subestimar la resistencia de los ucranianos, pero nosotros mismos también les subestimamos. Daba la impresión de que nuestros políticos aceptarían como un hecho consumado la ocupación de otro trozo de Ucrania, igual que aceptaron en 2014 la de Crimea y sus regiones más orientales. Casi estábamos dispuestos a regalar Ucrania a Putin.
La resistencia ucraniana activó a la opinión pública occidental y, junto con el pánico de los europeos del Este, ha arrastrado a nuestros políticos. Pero no porque éstos sean desaprensivos sino porque tal vez nos conocen mejor que nosotros mismos.
En todo caso, ambos, opinión y líderes son miopes y volubles. Es lógico que observemos contradicciones. Queremos que Putin pague, pero sin hacernos daño. Peor aún: como no nos comprometamos, cabe albergar serias dudas sobre cuál será a medio plazo nuestra persistencia ante unos escenarios que prometen ser dolorosos.
Compasión sin pasión
Nuestra reacción ante sucesos de este calibre suele ser aparatosa pero complaciente. Una de sus funciones es la de ayudarnos a disimular que nuestra prioridad es disfrutar de un bienestar heredado. Por eso proliferan las creencias pacifistas, de modo que muchos están dispuestos a creer que nadie vendrá a arrebatárselo, y que los Putin de hoy (como el Hitler, el Lenin, Stalin o Mao de ayer) son monstruos anómalos, propios del pasado, y ni por asomo fruto de nuestra propia cobardía. También por eso prosperan las creencias exculpatorias de quienes incluso niegan el carácter maligno de los Putin de turno. Prolongan así una larga tradición. Hoy justifican la invasión de Ucrania los nietos y sobrinos ideológicos de quienes aplaudían a Stalin cuando, en 1939, se repartía Polonia con Hitler.
Cualquiera que haya observado a Europa estas últimas décadas ya albergaba pocas dudas de que nuestro compromiso con Ucrania tendría como límite el que no corriéramos ningún riesgo de entrar en guerra con Rusia. Por si había alguna duda, lo dejamos bien claro desde que empezó a acumular tropas en la frontera y lo reafirmamos tras cada nueva amenaza de Putin o cada barbarie de su ejército. Ni siquiera consideramos que, cuando se lidia con un Putin, el riesgo de guerra nuclear también aumenta al apresurarnos a descartarla de plano y sin condiciones. Pero eso es justamente lo que hacen a menudo nuestros políticos. Aunque sólo lo hicieran de cara a la opinión pública, contribuyen con ello a infantilizarla; y todo Putin sabe bien que, en última instancia, se deben a ella.
Qué hacer
Puesto que nos negamos a arriesgar, además de ayudar a los ucranianos a aliviar su catástrofe, lo menos indigno que podemos hacer por Ucrania es aprender de sus valores, lo que pasaría por dejar de comportarnos como adolescentes malcriados. Urge extraer las lecciones del caso y revisar nuestras actitudes y prioridades.
El pasado fin de semana daba la impresión de que otros países y, en especial, Alemania, empezaban a tomarse el asunto en toda su gravedad. A escala local, lo confirmó también días más tarde el que nuestro Gobierno se viera obligado a virar en redondo su política, aunque fuera tras presiones tanto desde el Norte como desde el Sur-Oeste.
Sin embargo, todos esos giros, si bien imponen notables costes económicos, tienen aún mucho de cosméticos y, sobre todo, son reversibles. Parecen dirigidos a tranquilizar la mala conciencia de una ciudadanía indignada con la agresión rusa; pero también a ocultar su propia cobardía, pues ni siquiera se atreve a verbalizar la posibilidad de ir a la guerra hoy para prevenir una guerra peor mañana.
Por otro, no suponen compromisos irreversibles, ya no en materia de gasto sino ni siquiera de consumo. Empezando por el no prescindir de un gas ruso con el que aún se sigue abasteciendo la economía europea y con el que se produce, por ejemplo, un 15,3% de la electricidad que consume Alemania. Un gas que ya cotiza a un precio trece veces superior al de hace un año, precio que la propia Rusia ha contribuido a manipular.
Las lecciones de Ucrania están bien a la vista pero aún no estamos dispuestos a escucharlas. La más básica es que, si quieres vivir en paz y libertad, tienes que ser fuerte para asegurar tu independencia. Al establecer prioridades para la acción política —incluido la estrategia de energía— no podemos dar por supuesto un único escenario benevolente. Ese buenismo es ingenuo y nos deja desprotegidos. Tenemos pocos medios de represalia para castigar al agresor; pero, además, ni siquiera basta con tener los medios si no estamos dispuestos a usarlos. Para estar protegidos ante alguien como Putin, necesitamos estar comprometidos a responder si somos atacados. Es un mecanismo imperfecto porque puede terminar en catástrofe, pero es el único que evita el que, tarde o temprano, nos ataque. Evita también el que, con nuestros giros y vacilaciones, dañemos a inocentes, como parece haber ocurrido con los ucranianos, a quienes ayer animamos para luego dejar tirados.
No hay seguridad sin riesgo. Lo revela bien el falaz argumento de que no tendríamos ahora guerra en Ucrania si la OTAN no hubiera aceptado como socios a los países del Este que solicitaron voluntariamente formar parte de la Alianza, aquellos que, tras ser invadidos por la URSS al final de la Segunda Guerra Mundial, se habían visto obligados a integrarse en el Pacto de Varsovia. En efecto, no habría guerra en Ucrania, sino en Polonia. Por el mismo motivo, si Europa hubiera sido capaz de desplegar tropas en Ucrania, no asistiríamos a la actual hecatombe. O bien estaríamos al borde de una guerra nuclear. Muy cierto; pero ¿acaso no lo estamos ya?