De rusofilias y rusofobias
«La comparación catalana, según podemos comprobar, es un hito recurrente para las mentes preclaras filo-Putin»
Alguien debiera considerar la concesión de algún premio extraordinario a la solidaridad internacional para el cráneo privilegiado que, en protesta por la invasión de Ucrania, ha suspendido la proyección de Solaris en la Filmoteca de Andalucía. Por la misma regla de tres, Dostoyevski y la ensaladilla rusa deberían quedar prohibidos, así como toda la poesía de la gran Anna Ajmátova, cuya lectura vendría a revelar una indecente complicidad con las masacres de Putin en Ucrania.
Aunque todas estas acciones son, por supuesto, perfectamente ridículas, no lo es menos la frivolidad con la que, desde el bando de los eternamente insatisfechos del mundo occidental, se acusa de rusofobia a cualquiera que se oponga al agresor en esta guerra criminal. En las actuales circunstancias, dicha acusación opera de un modo muy parecido al que lo hacía la de islamofibia con respecto a la denuncia del fanatismo inherente a ciertas corrientes del Islam: es tan sólo una mancha de tinta tras la que se pretende blindar alguna forma de ignominia.
Las razones que esgrimen los que, de un modo más o menos encubierto, se han conjurado para salvar los muebles ideológicos de la invasión rusa son muchas y muy diversas, pero podrían resumirse en dos elementos cardinales: uno de carácter histórico y otro de índole política y geoestratégica. Según el primero, Ucrania sería una entidad política perfectamente artificial que ha formado siempre parte de la Gran Rusia y a la que, por lo tanto, ésta no puede renunciar sin dejar de ser en parte ella misma. El segundo dicta que Rusia está siendo implacable y sistemáticamente maltratada por Occidente desde la caída de la Unión Soviética y que le asisten, en consecuencia, todos los derechos para preservar sus tradicionales zonas de influencia. Es curiosamente lo que cree también el propio Putin.
En nuestro país hemos leído justificaciones bélicas que asombrarían al mismísimo replicante de Blade Runner. Un discípulo de Gustavo Bueno (de la misma forma que Marco Aurelio tuvo a Cómodo, el Bueno de don Gustavo tuvo a sus discípulos) nos remitía a una hipotética Cataluña independiente en el 2050, para que pudiéramos comprender las razones que asisten a Putin para barrer a sangre y fuego su patio trasero. Suponemos que esa Cataluña imaginaria no diferiría demasiado de la que podría haber salido del referéndum ilegal del 1 de octubre, curiosamente auspiciado por las oscuras e inquietantes fuerzas desestabilizadoras de la Rusia gamberra.
Por su parte, un escritor más chestertoniano en kilos que en talento nos expone meridianamente la dos razones a la que hemos aludido más arriba: «Cuando los medios de cretinización de masas se refieren a Ucrania suelen soslayar un detalle sin importancia. Todo el levante ucraniano hasta Kiev no sólo forma parte de Rusia, sino que es la cuna histórica de Rusia. La amputación de Ucrania es para Rusia tan dolorosa como lo sería la amputación de Cataluña para España; y mucho más doloroso aún es que Rusia tenga que aceptar que en tierras que han sido su cuna histórica la OTAN instale bases militares y coloque misiles apuntando hacia Moscú». La comparación catalana, según podemos comprobar, es un hito recurrente para estas mentes preclaras.
Bien, veámos qué nos dice Tucídides de todo esto, que es siempre el que más sabe de cualquier conflicto. En su siempre imprescindible Historia de la guerra del Peloponeso, el historiador griego nos cuenta que los atenienses desembarcaron en la isla de Melos para recabar la alianza de éstos, que, sin embargo, preferían optar por una legítima neutralidad. Los atenienses, como Putin, son categóricos al respecto. Después de instarles a que no piensen tanto en lo justo, sino en lo que les conviene, le exponen claramente la naturaleza del asunto: «No nos perjudica tanto vuestra enemistad, como vuestra amistad, clara señal de debilidad ante nuestros súbditos, en tanto que vuestro odio es expresión de poder».
Las razones de los atenienses, un monumento a lo que luego se llamó realpolitik, son estrictamente las mismas que aducen los rusófilos de todo pelo y peso, incluyendo aquí a los pacifistas sobrevenidos de Podemos: «No vayáis a tomar –les advierten- el camino del sentimiento del honor, el que más daño hace a los hombres en situaciones de deshonor y peligro evidente. (…) Guardaos vosotros de ello, si lo pensáis bien, y no consideréis vergonzoso ceder ante la ciudad más poderosa que os hace propuestas moderadas. Convertíos en aliados suyos, pagando el tributo pero conservando tierras; y ahora que se os da la posibilidad de elegir entre la guerra y la seguridad, no os empeñéis en tomar el peor partido».
Como sabemos, los melios, al igual que han hecho ahora los ucranianos, optaron por no arrodillarse ante sus agresores y fueron arrasados sin piedad. ¿Ocurrirá lo mismo con Ucrania? Uno de los aspectos más irritantes de los, por así llamarlos, rusófobos, es su apelación constante a una dimensión moral que, según nos recordaba Nietzsche, suele ser el refugio de la impotencia (¡enterrad a Lennon de una vez debajo de una montaña de pianos!). En mi opinión, ni siquiera es necesario recurrir a ello. Podemos aceptar la apuesta de los rusófilos y doblarla incluso: si de lo que se trata es de realpolik, los aliados llevan (llevamos) todas las de ganar.
Parafraseando a Montaigne, que explicaba así su devoción por Etienne de la Boetie, nosotros estamos contra Putin porque él es él y nosotros somos nosotros. Es decir, lo estamos por principios, porque nos enfrentamos con un autócrata sin escrúpulos y ambiciones imperiales que lleva amenzando desde hace tiempo el orden internacional, como ha quedado suficientemente de manifiesto en episodios como el ya citado de Cataluña o el del Brexit inglés. Ahora bien, ¿de qué orden estamos hablando? Del que imponen las democracias occidentales, lideradas por los Estados Unidos, a partir de la II Guerra Mundial y que se extiende aun más tras la caída del comunismo. En tal sentido, según nos enseña la Historia, las políticas de paños calientes suponen siempre un error frente a los autócratas de todo signo (como se está demostrando con el propio Putin), con los que sólo funciona, más allá de la compatibilidad con otras medidas estretégicas, una presión permanente.
Desde dicho punto de vista; ¿tiene derecho Occidente a instalarse en lo que los putinescos de todo cuño, no se sabe apelando a qué derechos históricos, consideran el patio trasero de Rusia? No sólo el derecho, sino, cabría decir, también la obligación. ¿Y puede o no puede Ucrania optar por el mundo occidental? Naturalmente, como país independiente que es. A lo que estamos asistiendo por tanto, bajo las ficticias advocaciones de rusofilia o rusofobia, no es sino a la enésima representación de la eterna divergencia entre los partidarios de la democracia liberal y los que sistemáticamente se oponen a ella. Putin, sin embargo, así como a su más o menos declarados aliados, cabría recordarles que, si bien los atenienses derrotaron a los melos, finalmente perdieron la guerra.