Rusia y la vuelta de la historia
Comprendemos la necesidad de la retórica y demagogia maniqueas para consolidar la victoria sobre el orden alternativo que pueda representar la Rusia de Putin; otra cosa muy distinta es que nos traguemos el cuento
En su famoso artículo “¿El fin de la historia?”, publicado en el verano de 1989, Fukuyama se preguntaba lo siguiente, a propósito del triunfo de la democracia liberal capitalista, cuando ya las señales del desmoronamiento del bloque soviético parecían claras: «¿existen «contradicciones» fundamentales en la vida humana que, no pudiendo resolverse en el marco de la democracia liberal capitalista, encontrarían una solución mediante una estructura político-económica alternativa?».
Pocos recuerdan el sombrío final del artículo, en el que Fukuyama, poniéndose el bigotón de Nietzsche, dibuja un panorama -el posthistórico-, en el que, una vez comprobado que el «ideal de la democracia liberal no puede ser superado», y, por lo tanto, sin pugna ideológico-política tras la victoria capitalista, el tedio se apodera de la humanidad, y, con el final de la historia, viene la nostalgia por el «último hombre». Un mundo habitado por individuos satisfechos de sí mismos, sin más cometido ni finalidad que el disfrute de su bienestar en un mercado pletórico, y de placeres hedonistas: «El fin de la historia será un tiempo muy triste», dice Fukuyama, y continúa, «en la era posthistórica no habrá ni arte ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo de la historia humana. Lo que siento dentro de mí, y veo en otros alrededor mío, es una fuerte nostalgia por aquellos tiempos en que existía la historia».
Mientras tanto, el atlantismo triunfante (claro que sí), para mantener todo atado y bien atado, y consolidar así su victoria, cuenta esta historia como una lucha cósmica (maniquea) entre la «sociedad abierta» y sus enemigos (fascismo, comunismo). De este modo, toda oposición a los planes o designios del Pentágono (y aliados) será inmediatamente sometida a la «reductio ad hitlerum» o «ad stalinum», y el opositor señalado como enemigo «totalitario», situado en el «eje del mal», debe ser frenado y reconducido para regresar al camino de la libertad y la parousía democrática. De este modo, pretendidos expertos en geopolítica ejercen de portavoceros mediáticos de Washington y repiten una y otra vez que el «mundo libre» se enfrenta a un expansionismo megalómano (un nuevo Hitler, un nuevo Stalin) contra el que Rohan y Gondor se tienen que unir (y así evitar que «la sombra que crece en el Este» se extienda). Cualquier duda, o cuestionamiento, del «relato», automáticamente será tachado de colaboracionista, títere, propagandista de Sauron o de Saruman. Ni siquiera se presta atención ya a sus razones, en cuanto abra la boca ya sólo se escuchará hablar la «lengua de Mordor».
En el documental que Oliver Stone dedica a Putin, este respondía, a una de las cuestiones (no recuerdo cuál), con aquello de que «la caída de la Unión Soviética es la mayor catástrofe del siglo XX», y añadía el dirigente ruso, «de la noche a la mañana 25 millones de rusos, después de compartir, lengua, derechos, educación, etc, se encontraron en el extranjero».
La Unión Soviética se fragmentó y muchos de esos nuevos estados, las repúblicas bálticas, las caucásicas, Bielorrusia, Ucrania, las asiáticas, etc. se convirtieron en «independientes», lo que significó, no ya solamente un nuevo reordenamiento del ex bloque soviético, sino una reordenación del tablero mundial.
Las nuevas repúblicas no eran, por supuesto, la restauración de sociedades previamente constituidas (como se pretendía), como si la acción de la URSS nunca hubiera tenido lugar en ellas, sino que eran fragmentos del estado soviético, y que, por lo tanto, su morfología interna era similar (en cuanto ex RSS), a la de la propia Rusia (industria, recursos mineros y agrícolas, armamento, incluyendo el atómico, etc). Uno de los detalles, importantes, de este proceso, que también se revela en la entrevista de Oliver Stone, es que la deuda de esas nuevas repúblicas la va a asumir en su integridad Rusia, y las nuevas repúblicas lo compensarán, en parte, con el desarme nuclear que monopolizará Rusia.
Lo que ocurre, pues, es una división, practicada por los vencedores sobre los vencidos (divide et impera), para así ir haciendo que cada fragmento sea más dependiente de «Occidente», y lograr que orbite entorno a la UE y a EE.UU., de tal manera que los fragmentos de la ex URSS no se vuelvan a reunir.
La Rusia de Putin se resiste a que este orden, que significa la división definitiva del bloque que formaba la Unión Soviética, se consagre, y las distintas partes que lo formaban se vendan a precio de saldo en el «mercado libre» occidental.
Sabemos, naturalmente -pretendemos no ser ingenuos-, que el orden del vencedor viene asociado con una propaganda maniquea, digamos apocalíptica, por la que, cualquier desafío frente a ese orden, representará el caos, el mal absoluto, exigiendo a cualquiera un compromiso perentorio y disyuntivo con el Bien («Comunismo o Libertad»). Pero claro, una cosa es la lucha ideológica, planteada en esos términos cósmicos, metafísicos, maniqueos (de buenos y de malos), y otra muy distinta es la realpolitik, en la que lo que se ventila realmente son intereses y objetivos, para lo cual «tanto monta, monta tanto, cortar como desatar», por utilizar la divisa gordiana de Alejandro Magno.
En definitiva, comprendemos la necesidad de la retórica y demagogia maniqueas para consolidar la victoria (además de vencer, hay que convencer) sobre el orden alternativo que pueda representar la Rusia de Putin; otra cosa muy distinta es que nos traguemos el cuento. Y es que la historia no vuelve, no puede volver, porque nunca se ha ido.