Las escritoras no son nuestras abuelas
«Hay una cierta abuelización en la presentación que se hace de muchas de las escritoras que recuperamos»
Blackie Books ha publicado hace poco El libro de Ana María Matute. Antología de vida y literatura, que llega para agrandar la familia integrada por los libros de Gila, Fernán Gómez y Gloria Fuertes. La edición, a cargo de Jorge de Cascante, no está motivada por ningún aniversario. Se abre con una declaración de intenciones de su editor –compilador, selector y disparador de conexiones entre vida y obra–: «Este libro existe para que te hagas amiga infinita de Ana María Matute […]. Existe para que sientas que la entiendes y que te entiende, que la soledad no es tanta, que hay una voz al fondo y esa voz sabe –o intuye, al menos– cómo se ve la realidad a través de tus ojos».
Aunque Blackie Books aprovecha la ola de recuperación y reivindicación de escritoras del pasado, me parece que el espíritu del libro (en general de los libros de esa colección) se aleja de la manera frecuente y perezosa de acercarse a las escritoras de posguerra, de Matute y Martín Gaite hacia atrás, hasta Elena Fortún pasando por Carmen Laforet. Hay una cierta abuelización en la presentación que se hace de ellas, en prensa, pero también en otras escritoras. Se habla de «abuelas literarias» forzando una traslación que es solo diferencia de edad. Es decir: solo porque tenían el pelo blanco y envejecieron no quiere decir que podamos colgarles nuestra proyección de abuelitas encantadoras que inventaban historias del tipo que fuera. No por bienintencionada la abuelización es inocua: la condescendencia en esa mirada es inevitable. También la idea de que eran un eslabón para que nosotros hagamos lo que tenemos que hacer. Es una manera de ver la literatura un poco determinista y, por supuesto, egocéntrica (el fin somos nosotros, claro). No es así como conviven los libros ni como se relacionan en realidad, la literatura es una especie de conversación y aunque los libros recogen las condiciones en que fueron escritos, a veces a pesar del autor, hablan de tú a tú entre ellos. La manera de relacionarnos hoy con sus libros no debería ser distinta a la manera en que nos relacionamos con los libros de William Saroyan, Philip Roth, Edna O’Brien, Natalia Ginzburg o Rafael Sánchez Ferlosio: sus libros nos siguen hablando y muchos de sus problemas siguen siendo los nuestros.
El cineasta Sergio Oksman, tutor de documentalistas en ciernes, suele bromear con la cantidad de proyectos basados en abuelos que los estudiantes proponen. Las miradas hacia las abuelas también en literatura suelen revelar más de la limitaciones de quien escribe que del retratado: si te sorprende descubrir que tu abuela tenía deseo sexual, el problema lo tienes tú. Me acuerdo de un jefe que usaba a su abuela como medida del mundo, medida igualadora por abajo: tiene que entenderlo mi abuela, decía de los textos. De pronto, nos sorprende que las abuelas fueran personas adultas.
Parte de ese equívoco, la abuelización de las escritoras que nos precedieron en el tiempo, tiene su origen en una mala interpretación de Caperucita en Manhattan, de Carmen Martín Gaite. También en una lectura superficial de Ana María Matute, lo explica Cascante: «A menudo se describe a Ana María Matute como una señora afable de pelo blanco que escribía cuentos llenos de magia con finales preciosos. Y no, para nada». (De esa abuelización no se libró tampoco Agnès Varda.) No se han librado de la mirada paternalista hacia su obra durante el franquismo, como ha explicado Andrea Toribio, para que ahora reciban una cierta indulgencia por nuestra parte.
Puede que en el fondo de todo este asunto esté la idea de la juventud eterna como el valor más poderoso.