Zelenski: el líder accidental
«Los ucranianos –y no solo ellos– han reconocido instantánea e instintivamente al líder que, hasta la invasión, habían tenido dificultades para percibir»
Suele decirse que un líder se crea, o se crece, en las crisis. Sea en la final de un partido agónico, durante una recesión económica, o en una guerra. Tan interiorizada está esa idea que el propio Bill Clinton, presidente de Estados Unidos entre 1992 y 2000, se lamentó alguna vez de haber ejercido en una etapa de bonanza económica y paz. Y es que sigue presente en el imaginario político el liderazgo churchilliano y, en menor medida, también el kennedyano: la resistencia épica del primero, y las palabras inspiradoras del segundo. Tal es así que no son pocos los líderes que se adscriben a una u otra forma de mando político y, en su intento de parecerse, solo muestran su falta de genuino liderazgo. Ahí está Boris Johnson, cuya admiración ciega de Churchill –a quien dedicó una biografía– le ha llevado a salidas de tono impropias de alguien que no sea Churchill. Y ahí están tantos discursos bienintencionados llenos de idealismo que solo funcionan en la mente de quien los pronuncia o escribe, importados desde una cultura política como la estadounidense bien distinta de las de Europa.
El liderazgo democrático puede apuntalarse, entrenarse o mejorarse, pero es difícil crearlo desde cero y fuera de contexto. Porque es imposible generar artificialmente el entorno en el que éste nacerá o se pondrá a prueba. De ahí que casi todos los liderazgos sólidos conozcan algún momento de auge y caída desde el que el líder renace. Una realidad bien dura que funciona como un filtro sin compasión alguna: quien hoy quiera mandar, tiene primero que aprender a sufrir y a renunciar. Y son muchos los que han aprendido a sufrir y a renunciar y, aún así, no han pasado el filtro cruel –que se lo digan, estos días, a Pablo Casado–. Si en gran medida siempre fue así, las redes sociales y la hipercomunicación lo han agravado todavía más a través de una sobreexposición mediática que significa, en esencia, renunciar a la vida privada y someterse a un escrutinio público constante, ya sea sobre qué opina tal persona sobre tal asunto, o sobre qué tiene por costumbre desayunar. Es así, son las reglas: un líder tiene que saber recibir muchos golpes y energía, y redirigirlos.
Aunque hemos vivido episodios muy duros estos años –Gran Recesión, auge autoritario, pandemia–, ninguna circunstancia se puede comparar con una invasión de una potencia nuclear a sangre y fuego. Volodímir Zelenski, el presidente ucraniano, ha resultado el líder inesperado cuya actuación trasciende fronteras, como puede verse en la reacción que provoca en los parlamentos en los que interviene telemáticamente desde su asediado palacio de gobierno, en la bombardeada Kiev. Más allá de su actuación previa, los ucranianos –y no solo ellos– han reconocido instantánea e instintivamente al líder que, hasta la invasión, habían tenido dificultades para percibir. Ahí está la extraordinaria subida de sus índices de popularidad, cuando hace apenas un mes era un presidente extraviado en la complejidad de la política ucraniana y regional. Un analista ucraniano lo resumió bien hace unos días en Radio Nacional, aludiendo al pasado de cómico de Zelenski: «Los ucranianos creían haber elegido a una mezcla de Boris Johnson y Benny Hill y resultó parecerse a Churchill». Quizá Zelensky, por su experiencia, sabía eso que ignora Johnson: que la sobreactuación destroza la película. He ahí, por ejemplo, De Gaulle, que consiguió hacer creer a Francia que estaba en el bando vencedor tras la Segunda Guerra Mundial, y quien afirmó alguna vez: «me dieron un cadáver e hice ver que estaba vivo».
Es un lugar común afirmar que carácter es destino. Y cualquiera que se haya acercado tangencialmente al poder, percibe que esa es una verdad todavía más inapelable en la política. En el ecosistema en el que los líderes se mueven, todo abunda y todo puede cubrirse con una buena selección de personal, excepto el liderazgo genuino, que depende, en gran medida, del carácter. Un carácter que no es sinónimo ni de rudeza, ni de carecer de alma, ni de falta de escrúpulos, sino de algo más vago y más impreciso que hace que, cuando caen las bombas, uno mire instintivamente en busca de guía, de consuelo o de, al menos, una remota esperanza. Justo lo que está ofreciendo Zelensky.