THE OBJECTIVE
Javier Benegas

La verdad prohibida de la guerra en Ucrania

«Dicen que la libertad nos ha corrompido y debemos ser sanados con algún tipo de autoritarismo»

Opinión
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La verdad prohibida de la guerra en Ucrania

Vladímir Putin. | Reuters

En esta guerra no hay buenos y malos, repiten como loros los partidarios de Putin, ahora travestidos en víctimas acosadas por haber insinuado que las bombas que arrasan Ucrania son justas y necesarias, y también cierta derecha marginal para la que, en realidad, sí hay buenos y malos, aunque no en el orden que cabría establecer en función de quién es el invasor y quién el invadido. Para unos y otros, esta guerra es la reacción inevitable a una conspiración de décadas, para vender gas, para vender petróleo, para vender armas, para vender OTAN, para vender NOM. Una conspiración que ha contado con numerosos colaboracionistas, con los liberales a la cabeza —porque lo liberal es aquello que definan los antiliberales, por supuesto—, seguidos de los ‘neocon’, que se han vuelto todos muy rojos, y finalmente la izquierda burguesa. Todos habrían conspirado la Planguerra. Y usted habría colaborado con ellos, por crédulo.

Así, los ungidos, que pueden ven venir el mal antes de que los demás distingan su primera sombra, han resuelto la complejidad del mundo con un puzzle donde todo encaja, aunque sea a martillazos. De esta forma, pieza a pieza y golpe a golpe, los bombardeos de Putin resuenan irreales, fantasmagóricos, como la banda sonora que acompaña a una película de misterio donde nada es lo que parece. Hasta la muerte deja de ser muerte para convertirse en propaganda. «¿Cómo es posible que la gente no se dé cuenta?», me inquiría irritada una señora, mientras su marido se declaraba abiertamente partidario de Putin. A punto estuve de responder con sorna: «No nos damos cuenta porque estamos siendo manipulados, de igual manera que nos manipularon con la ‘plandemia’».

Pero los irreductibles promotores de la verdad «prohibida» no se conforman con encajar los hechos a golpes, mientras te llaman liberal como si fuera un insulto: van todavía más lejos. Afirman también que Occidente está aislado, y que sus reacciones y sanciones ya no intimidan a casi nadie, porque demasiados países, que todavía conservan su esencia intacta (esto es importante), se han liberado de sus cadenas y se han vuelto inasequibles al decadente orden democrático. Pero esta realidad no es tan novedosa como se piensan. Lo cierto es que la democracia siempre ha sido muy minoritaria: poco más de tres decenas de países entre cientos, antes y ahora. Olvidan, además, que fue el comercio y la innovación promovidos por Occidente lo que acabó llevando el progreso a todas partes. Y que este proceso se aceleró notablemente cuando la libertad política y económica se propagó dentro del propio Occidente.

Es verdad que, ahora, esta libertad está amenazada por la acción de nuestros gobiernos y clases dirigentes, empeñados como están en politizarlo y mercantilizarlo todo, y también por quienes desde la sociedad civil tienden a despreciarla, quizá porque no han conocido otra cosa. Pero, sea como fuere, la prosperidad y bienestar se propagaron al resto del mundo llave en mano gracias a la libertad de Occidente. Pero los autócratas y sus acólitos pretenden hacernos creer que la prosperidad y el bienestar no necesitan de la libertad, porque una dictadura como la de China puede ser tanto o más eficiente y benigna que cualquier democracia. Sin embargo, la idea de que el ‘milagro chino’ es el producto de una dictadura meritocrática es falsa.

En la década de 1970, parecía que el régimen comunista chino iba camino de convertirse en otro régimen fracasado. Hoy, sin embargo, utiliza la prominencia económica de China para aumentar su influencia en el mundo. Pero lo cierto es que el Partido Comunista Chino (PCCh) no es la base del éxito económico de China. Fue la gente común la que forzó la reforma de la economía. Este cambió surgió orgánicamente de abajo arriba; no fue, contra el mito del PCCh, el resultado del «Gran Arquitecto» Deng Xiaoping, su principal líder entre 1978 y 1989.

Desmontar el mito chino es vital porque lleva a muchas personas a juzgar equivocadamente las capacidades de una dictadura. El régimen comunista no cambió la historia; fue arrastrado por ella. Cuando Deng levantó las restricciones e informalmente liberalizó la agricultura, no lo hizo por convencimiento o por propia iniciativa, lo hizo forzado por la marea de agricultores independientes y desorganizados que volvieron irrelevantes estas restricciones. En definitiva, fue la gente llana, no Deng Xiaoping, la que resistió y reformó la economía planificada. A partir de ahí, millones de personas dedicadas al comercio y la producción por cuenta propia transformaron la economía china. Y lo hicieron a escondidas, al margen de la dirección del partido.

Pero, más allá del peligro del mito chino, en esta guerra emergen con fuerza viejos fantasmas. El primero, el antiamericanismo, esa mezcla de amor y odio, de envidia y desprecio hacia los Estados Unidos sobre la que nos previno Jean-François Revel en La obsesión antiamericana (2003), y en general el resentimiento hacia el mundo anglosajón, una animadversión que anida tanto en la derecha como en la izquierda. El segundo es el fervor religioso de aquellos que consideran que el capitalismo ha corrompido nuestra alma y debe ser contestado. Y, por último, el esencialismo de quienes ven en la ortodoxia rusa —obviando su corrupción y degradación galopantes— el remedio contra esa decadencia de Occidente que dura ya más de un siglo y nunca se consuma. Para todos ellos, en mayor o menor medida, lo que nuestro mundo necesita, es decir, lo que la gente como usted o yo necesitamos, es una mano firme que nos devuelva al buen camino. La libertad nos ha corrompido y debemos ser sanados con algún tipo de autoritarismo. 

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