THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Se van a enterar en Moscú

«Tenemos unos aparatos de opinión y análisis con un sesgo de conformidad apabullante»

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Se van a enterar en Moscú

Hace 10 días recorrí un Madrid alucinatorio de esquina a esquina, desde un centro de mayores en La Latina hasta IFEMA. Por la ventana del coche que me llevaba —mis buenos 30 pavitos me costó la carrera— veía cruzar lentamente por el carril opuesto camiones y más camiones, que emitían con cierta frecuencia una especie de barritos melancólicos. Empezaba a llover. A la altura de Vallecas el tráfico de mi carril se fue deteniendo también. Pensé que nos había parado algún piquete o barrera de camiones perezosos. Había algo de peli de los 70 en el ambiente. Al rato avanzamos y vi que era más bien un accidente lo que nos había retrasado.

No es que cruce Madrid de esquina a esquina todos los días, ni todos los viernes. Venía de un encuentro con una asociación de ucranianos en España e iba a una comida con amigos. Los amigos estaban bien; los ucranianos, algo menos. Todo en el cielo y en el ambiente era amenazador. Parado en la M30, pensé de forma inevitable en alguna película de los años 70. Hace un par de años se celebró una peliculita apañada sobre el Joker que, sin embargo, palidece ante algunas de sus fuentes de inspiración, singularmente Network. Network no es la mejor película de los últimos 50 años, pero acaso sea la más profética. Otra posibilidad cinematográfica era El gran atasco, de Comencini, basado en La autopista del sur, de Cortázar. De jovencito, influido por Cortázar, y más por Bioy y Borges, escribía historias de este estilo; desganadas en general, aunque alguna quizás no careciese por completo de mérito. Pero no hablemos de mérito.

De momento estamos en la fase inquietante, de fractura social en ciernes, porque aún no ha llegado la guerra nuclear y los zombis. O sea, la fase Tarde de perros, pero aún no la Soylent Green o El último hombre vivo. La otra semana hablé de los expertos. Quizás alguien se molestó. Pero es que hay que decirlo: tenemos unos aparatos de opinión y análisis con unos incentivos extraordinariamente mal alineados. El sesgo de conformidad es apabullante. Son mecanismos procíclicos de formación de relato en casi cualquier asunto que se trate. También se enfadaría alguno cuando comentábamos el informe España 2050, no sé si acuerdan ustedes. No hace ni un año. En fin, qué se le va a hacer.

El último macguffin es la guerra, como antes fue un pangolín o unos negros hipotecados en vaya usted a saber dónde. Siempre hay un planeta desconocido al otro lado del sol que nos echa a perder los cálculos. Pero el resultado tiende a parecerse porque somos, lo dije en su momento, una opinión pública sin anticuerpos. Que la culpa sea de la guerra -o de un pangolín- tiene, con todo, una virtud, si se me permite la frivolidad: admitir que vivimos en un mundo donde existe la posibilidad de la guerra, o del pangolín. No tanto cisnes negros, que diría el pedantón lector de revistas, como realidades negadas que, como es sabido, vuelven para vengarse. Ya sería algo. Porque esas posibilidades impugnan buena parte de los supuestos bajo los que hemos vivido y planificado durante años, aunque aún sea de mal tono admitirlo. Ahora solo falta que, en lugar de redoblar discursos y esfuerzos, alguien tome nota. Quizás las formas de vida y organización social y las mentalidades colectivas que alcanzamos en las últimas décadas, y que dimos por supuestas, tengan aún rescate.

Aquel viernes comí con los amigos y hablamos de todas estas cosas amenazadoras, de la situación política volátil, de cómo no confundir los apocalipsis colectivos y los fracasos personales —¡cómo no! Después llegué a casa suavemente bebido, bajo el cielo opresivo; me senté a la mesa, levanté la tapa del portátil, abrí un documento de Pages y tecleé: «Se van a enterar en Moscú».

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