Contra la educación privada
Un padre no puede —no debería poder— educar a su hijo como quiera: tiene el deber de educarlo en lo bueno, en lo justo, en lo verdadero.
Uno, que está acostumbrado a ver a los políticos malogrando la educación, puede sentirse inclinado a pensar que la solución pasa por fomentar la educación privada y ofrecer, en lugar de educación pública gratuita, algo parecido a un cheque escolar. De ese modo, los padres podrían elegir el colegio de sus hijos independientemente del dinero que tuviesen y podrían, en consecuencia, ahorrarles talleres de masturbación y otras barbaridades si así lo desearan.
Sin embargo, ideas como el cheque escolar —o, peor, el pin parental— se cimientan en la absurda y perniciosa creencia de que la educación de los hijos es monopolio de los padres, como si los hijos perteneciesen, de hecho, a sus padres y como si a éstos no los atara ningún deber hacia aquéllos más que su manutención. En este sentido, un niño no sería distinto de un terreno: uno puede construir en él lo que quiera porque lo tiene en propiedad. Y lo limita la ley, sí, pero esa limitación es laxa y siempre negativa: en un caso basta con, qué se yo, no construir rascacielos cerca del mar; en el otro, con dar al niño de comer y no molerlo a palos.
No obstante, lo cierto es que un padre no puede —no debería poder— educar a su hijo como quiera, y que tiene el deber de educarlo en lo bueno, en lo justo, en lo verdadero. De lo contrario, nos veríamos obligados a tolerar cosas como que una madre desquiciada cambie a su hijo de sexo a los diez años o que un padre lo obligue a participar en rituales satánicos. Y, sí, es verdad que no es fácil descubrir qué es lo bueno en cada caso concreto, pero ése es otro debate diferente, mucho más amplio que el que hoy nos ocupa.
La cuestión pasaría, entonces, por eliminar los talleres de masturbación, desde luego, y exigir los aprobados, claro que sí, pero a todos y no a unos pocos. De hecho, pienso que no se cometerían tantas tropelías en los planes educativos si afectasen a todos; especialmente si afectasen a los hijos de los que preparan esos planes. ¿O acaso alguien cree que el rico y el poderoso tolerarían que hiciesen con su hijo lo que hacen con el del pobre? Por supuesto que no: por eso lo llevan a un colegio privado.
Al final, todo se reduce a lo que Aristóteles arguye en su Política: «Puesto que el fin de toda ciudad es único, es evidente que necesariamente será una y la misma la educación de todos, y que el cuidado por ella ha de ser común y no privado». Y ahora que el gobierno ha eliminado la filosofía, ahora que uno puede pasar de curso sin aprobar, es cuando más debemos insistir en ello.