Inconstitucionalidades de la 'ley trans': ser no es sentir
«Es el sexo biológico real y no el sentido el que se lanza a la piscina, levanta las pesas o golpea en el cuadrilátero»
Ni ser es lo mismo que sentir, ni suceder es lo mismo que relatar, por mucho empeño que ponga el legislador español en que así sea. De igual forma que una ley de memoria histórica no podrá alterar jamás lo efectivamente acontecido por más que se pretenda ocultar con medias verdades o mentiras, tampoco la ley trans cambiará la realidad biológica que nos hace ser machos o hembras al margen de la percepción subjetiva de cada uno.
Porque una cosa es que el Estado no deba entrometerse en nuestras creencias, afectos o emociones en la medida en que forman parte del libre desarrollo de la personalidad, y otra muy distinta es exigir que el derecho confiera carta de naturaleza a las mismas: el sentimiento o la verdad ni pueden ni deben institucionalizarse. Huelga decir que los intentos por hacerlo siempre han terminado en un fracaso calamitoso, pues el daño a la igualdad ante la ley que han provocado ha sido mucho mayor que el que intentaban evitar. La consecución de intenciones encomiables no justifica que en el asfaltado del camino se usen materiales de ínfima calidad que terminen transformando la carretera en una carrera de obstáculos sólo transitable por unos pocos. Dicho de otra forma: que en aras a la igualdad de todos se acabe constituyendo un privilegio para unos pocos.
Y eso es exactamente lo que sucede con el anteproyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para las garantías de los derechos de las personas LGTBI, tal y como advierte el borrador del informe del Consejo General del Poder Judicial según el comunicado hecho público el pasado 8 de abril. Se trata de una norma que dota de entidad institucional a la identidad sexual sentida frente al sexo biológico, lo que acaba trascendiendo y desnaturalizando ámbitos como el del deporte femenino, o entrando en flagrante contradicción con uno de los estandartes feministas de nuestro tan progresista gobierno: el de la violencia de género.
En lo concerniente al deporte, el prelegislador permite a los deportistas competir en la categoría masculina o femenina en función del sexo sentido y no del biológico. Un intento de no discriminar a unos, las mujeres transexuales, que acaba generando una discriminación mayor a otras, concretamente a las mujeres no transexuales. El CGPJ es categórico en su nota cuando afirma que varias disposiciones de la norma contemplan situaciones discriminatorias indeseadas contrarias al principio de igualdad consagrado en el artículo 14 de la Constitución. Algo que se está experimentando en las categorías femeninas y muchas deportistas sufren en sus propias carnes: no compite el sentimiento femenino del varón, sino su biología. Es el sexo biológico real y no el sentido el que se lanza a la piscina, levanta las pesas o golpea en el cuadrilátero. Si les apetece profundizar sobre los efectos de la ley trans en materia deportiva me van a permitir que les recomiende seguir en las redes sociales a mi compañera de profesión Irene Aguiar que analiza con rigor y acierto los entresijos de la cuestión.
Otro punto caliente del anteproyecto, según el CGPJ, es el referente a la violencia de género, ya que afirman que con la redacción actual no existen las suficientes garantías de que, tras la modificación de la mención registral de sexo, se puedan eludir las obligaciones y responsabilidades frente a las víctimas de este tipo de violencia, provocando situaciones fraudulentas. Según el Consejo, no queda claro si el cambio de sexo registral de un hombre, que pasaría desde ese momento a tener la condición registral de mujer, le permitiría eludir la aplicación de la ley integral de violencia de género, que contempla tipos penales específicos cuyos autores sólo pueden ser varones y cuyas víctimas sólo pueden ser mujeres.
No es cuestión baladí esta que plantea el CGPJ en su borrador, pues habrá que entender que, en consonancia con las disposiciones de la ley trans, cuando Irene Montero dice que las mujeres sufrimos violencia por el mero hecho de serlo, se referirá a la identidad sexual percibida del victimario y de la víctima, de forma que si un varón biológico registrado como mujer maltrata a una fémina, no se le aplicarían los tipos penales específicos introducidos por las leyes de género, como tampoco sucedería si fuese ella la que figurase en el registro como varón. Pasaríamos así de un derecho penal de autor en función de una cualidad biológica, a un derecho penal de autor autopercibido, algo sin precedentes en nuestra historia legislativa que, sin duda, pasaría a los anales de las aberraciones jurídicas.
Hay otras muchas cuestiones por tratar que me dejo en el tintero, como la desprotección a los menores de edad o el establecimiento de un régimen sancionador desproporcionado -multas de hasta 150.000 euros-, que persigue limitar en vía administrativa la libertad de expresión y condicionar el debate legal y científico, de forma que las premisas de las que parte la ley se conviertan en dogmas de fe incuestionables. Vamos, lo que se llama censura de toda la vida, pero esta vez al amparo de la noble coartada de la lucha contra la discriminación. En un futuro próximo, escribir y publicar artículos como éste serán merecedores de una sanción si los colectivos y sindicatos de turno (a los que el anteproyecto confiere legitimidad para el ejercicio de acciones judiciales en los ámbitos civil, contencioso-administrativo y social), consideran que contienen expresiones que puedan reputarse vejatorias.
Por no hablar de que la institucionalización del sentimiento en materia de identidad sexual crea precedentes peligrosos que, tarde o temprano, se acabarán planteando. Por ejemplo: ¿qué sucede cuando la edad sentida no concuerda con la real? Si la identidad sexual percibida nos permite participar en una competición distinta a la que nos correspondería en función del sexo biológico, también deberíamos poder cobrar la pensión de jubilación quienes, cumpliendo todos los requisitos salvo el de la edad, afirmemos sentirnos mayores a lo que muestra nuestra fecha de nacimiento. O el caso de permitir votar a aquellos menores de dieciocho años que se consideren maduros. Tampoco podemos dejar de mencionar cuestiones como la nacionalidad: ¿por qué negar a los independentistas catalanes o vascos que su nacionalidad se corresponda con la sentida y no con la que aparece en su pasaporte?
La respuesta es lógica, aunque para nuestro legislador no parezca evidente: el derecho sobre el que se cimientan los Estados democráticos y de derecho ha de sustentarse en realidades objetivas y comprobables, pues en torno a ellas se construyen la igualdad y la libertad. Dotar de naturaleza jurídica a algo tan subjetivo y personal como es el sentimiento individual, condenaría al ordenamiento jurídico al relativismo y desaparecerían los derechos humanos y las libertades fundamentales tal y como los conocemos. Que el Estado respete lo que sentimos no puede ni debe equivaler a que exista una norma como la ley trans que disponga derechos y obligaciones específicas para nuestra manera de autopercibirnos.
Porque ni «ser» es lo mismo que «sentir», ni un derecho equivale a una prerrogativa. Algo que parece no querer comprender nuestro Ministerio de Igualdad, que en lugar de hacer honor a su nombre, se ha embarcado en una campaña de victimización de colectivos a los que organiza jerárquicamente en función del grado de opresión -ya sea real o sentida-, lo que les obliga a privilegiar frente al resto a aquél en el que concurren más identidades oprimidas. Los intentos de dotar de cobertura legal a las teorías interseccionales están produciendo engendros normativos que, lejos de lograr la igualdad pretendida, la están poniendo en jaque.