Mirar tu ciudad como si no la conocieras
«Tal vez necesite una excusa para pasear por mi ciudad y disfrutarla, para mirarla de verdad»
No recordaba que hubiera procesiones antes del miércoles, tampoco que el sentimiento y la expresión del dolor llegara la noche del Domingo de Ramos: creía que lo del domingo era una cosa festiva y celebratoria. La noche del domingo pasan los primeros encapuchados, como los llaman los niños desde la ventana, que miran asombrados y preguntan por qué llevan eso en la cabeza y ningún adulto sabe dar una respuesta satisfactoria. Hemos ido a recoger a nuestros invitados a la estación y de camino nos hemos cruzado con un paso. Esos segundos han bastado para que el niño haga un dibujo nada más llegar a casa, solo con bolis negros. Un par de días después, en el Museo Goya Ibercaja, viendo los grabados, que están expuestos de manera exquisita en la segunda planta, nos acordaremos de ese dibujo: solo con tinta negra, como el dibujo de tu hermano, le explico a la niña.
Caprichos, Desastres de la guerra, Disparates y La Tauromaquia ocupan la sala, ahí están los dibujos que forman parte de nuestra educación. «Esa bruja me encanta –me dice mi amiga–. Estaba en la portada de un libro que tenía mi padre sobre las brujas… Bueno, sobre que no eran brujas…» En la planta baja hay una exposición de El Greco, nos llaman la atención los colores, esos rojos casi púrpuras, y mi amiga y yo hacemos el mismo comentario con segundos de diferencia: pintaba así porque era astigmata y entonces veía todo deformado. No sé dónde lo he leído, digo. Mi amiga me dice que está comprobadísimo, y yo pienso que es tan redondo que probablemente sea falso.
Me gusta mirar la ciudad con los ojos de quien la ve sin conocerla. Cruzamos el Puente de Piedra y bajamos a la ribera, cerca del pozo de San Lázaro, donde se cayó un autobús que tardaron unos días en recuperar. Hay dos patos machos, dice mi amiga que los machos tienen los colores vivos. Muy cerca, una pata de colores pardos, se ocupa de sus cinco patitos, tan pequeños que apenas se ven. Hay uno que se despista un poco, se ha quedado como apartado, hasta que se da cuenta y se reúne con sus hermanos. Mientras, los dos patos meten la cabeza en el agua, se sumergen y salen con las plumas brillantes.
Llevo unos días un poco desconectada, hacer de anfitriona me aleja del teléfono y de las redes sociales. Así que llevo un poco la vida con la que sueño a veces: libros, películas, vino y comida. Me siento un poco rara, casi culpable por no estar al día de los asuntos candentes (comisionistas, la negociación de Italia con Argelia para la compra de gas). Me entretengo, eso sí, en copiar algunas respuestas que da Siri Hustvedt en una rueda de prensa: «la cultura se aterroriza ante la realidad de que procedemos de un cuerpo femenino»; «yo soy una bofetada en la jerarquía social preestablecida» y mi favorita, sobre Ucrania: «Es el ejemplo más claro de lo que es una agresión», «lo que hagamos ahora será muy importante porque dará forma a lo que sea que venga».
Nuestro papanatismo merecería un premio. No es más que una versión moderna del Retablo de las maravillas y la pureza de sangre necesaria para ver el tapiz. Ni Hustvedt ni su marido –aunque ella siempre se queja de que le pregunten por él, siempre lo nombra–, Paul Auster me interesan demasiado. Elijo a Lydia Davis sin ninguna duda.
Quería llevar a nuestros invitados al Museo de las Termas, no es gran cosa, me dice un amigo, pero hay un túnel que sale casi al río. Quiero ir porque yo nunca he ido y tal vez necesite una excusa para pasear por mi ciudad y disfrutarla, para mirarla de verdad.