Madrid y el ácido úrico
«En cuanto el españolito se despista el Gobierno se le mete en el restaurante, en su coche y le hurga en el cajón de la ropa interior»
En cuanto el españolito se despista el Gobierno se le mete en el restaurante, en su coche y le hurga en el cajón de la ropa interior. Ese proyecto sugestivo y psicosocialista de nuestra vida en común no es otra cosa que ingeniería social. Pero ojo, que el bar es el último reducto de España y por ahí no pasan, porque el españolito que come de menú en el restaurant es una categoría política en sí misma, es el que «vive por encima de sus posibilidades», o sea el que aún cree que tiene derecho a tener una vida.
Como liberales, debemos señalar gentilmente a nuestros amigos socialistas que los ciudadanos tienen una vida. Yo me opongo, como liberal y como juntaletras, porque la literatura, que no es sino la forma lírica y adivinatoria de nuestra vida en común, se ha hecho en los placeres de los días, en las comidas de restaurant, en la sociología de café. En estos sagrados lugares algunos lectores de periódicos y conversadores hemos ido tejiendo la integridad de un pensamiento modesto, pero coherente. Todas las ideas, incluso las más abstractas y especulativas, tienen que estar ancladas en la realidad, en la sustancia de las cosas, y esa sustancia a menudo se forja en los restaurants, y se cuece en los fogones al margen de la política.
Grandes ideas humanas son a veces el resultado de estos pequeños rituales, de nuestras viejas costumbres y hábitos. Uno de los axiomas de España son los cafés y los bares, con su propia aura y sus fotografías en sepia, sus cartas de vinos. España no está muerta, como quieren algunos políticos, está reunida en los bares. Nuestro querido Julio Camba, el hombre del Palace, escribió en Madrid y el ácido úrico que nuestros niveles de ácido son el elemento diferenciador del carácter madrileño, un carácter que se forja en las comilonas, con heroísmo callado.
Y ya va estando bien de que todo lo quiera reinventar el PSOE. Acabaremos comiendo judías frías directamente de la lata, admirando la Venezuela socialista y odiando la libertad de Madrid. El peligro es que cada nueva generación no sea consciente de las buenas costumbres españolas, como la de reservar un espacio de tres horas al ritual del restaurant y dejar que nos den las cinco de la tarde, entre el primero, el segundo y los postres, los chupitos… Y cuando vamos a levantarnos oímos de lejos al dueño: «Manolo, ponle una ronda a estos que están secos».
Nuestro ácido úrico es, por tanto, un elemento que configura nuestro carácter. Pregunto inocentemente: ¿cuándo ha sido una buena idea «mangonear» las buenas costumbres? Hay que preguntárselo a la señora ministra de Sanidad, que se ha metido en el papel de la tía Socorro y dice estar muy preocupada por el corazón de los españoles. Madrid es la capital europea de los bares, y para regenerar la España que hace el psicosocialismo habría que echarles el cierre. Pero por ahí no pasan. Ahí, por cierto, se han formado algunos de nuestros mejores hombres. Nuestros bares contienen una memoria total de Madrid. Sus historias dibujan una cuidad revuelta, fascinante, canalla, putrefacta y perfumada por nuevos aires de modernidad. El Madrid de hoy, que intuimos y vemos en los periódicos, en los bares, contiene mucha vida; uno solo tiene que darse una vuelta por otras capitales europeas para constatar esta verdad. Y esto se debe a que Madrid conserva sus rituales de la España castiza, y se niega a abandonar las buenas costumbres.