¡Bienvenido, Señor!
«Me provoca rechazo la general desconsideración con la que es tratado públicamente Don Juan Carlos. Referirse a él con la frivolidad, ligereza y descortesía utilizadas por muchos personajes públicos y, entre ellos, por no pocos políticos constituye una muestra de la degradación institucional que sufrimos»
He participado y participo del generalizado y justificadísimo reproche al Rey Juan Carlos por aquellas de sus conductas que fueron impropias de un Jefe de Estado y, aún más, en ocasiones ilícitas, como es de sobra conocido y ha quedado acreditado en el informe de la Fiscalía que da por cerrada la investigación anteriormente abierta.
Junto a ello, practico el respeto institucional que merece quien ha ocupado durante treinta y nueve años la más alta magistratura del país. Una sociedad que no respeta a los que han sido sus máximos representantes es una sociedad que no respeta su historia y que, por tanto, no se respeta a sí misma. En un reciente viaje a París, comprobé una vez más como son respetados los restos de Napoleón Bonaparte -reposan en Les Invalides- sin que los franceses cuestionen tal cosa ni se planteen su exhumación. En un orden diferente, soy de los muchos funcionarios públicos que se dirigen a su interlocutor como Ministro cuando coinciden con quien en el pasado ejerció dicho cargo. Forma parte de la urbanidad institucional que engrandece la dignidad de las organizaciones.
Por lo anterior, me provoca rechazo la general desconsideración con la que es tratado públicamente Don Juan Carlos. Referirse a él con la frivolidad, ligereza y descortesía utilizadas por muchos personajes públicos y, entre ellos, por no pocos políticos constituye una muestra de la degradación institucional que sufrimos. Que lo hagan también miembros del actual Gobierno evidencia la podredumbre moral de los que nos gobiernan. Y que, cuando así lo hacen, no sean rectificados o reprobados por quien los preside es una dejación rayana en la complicidad.
En mi ADN también ocupa un lugar importante el respeto a los mayores, condición a la que todos llegaremos por mor del imparable reloj vital. Ofender a un mayor es actuar contra natura, una agresión moral contra el inevitable ciclo de la vida cuya dimensión crece si, además, los que están en el ocaso de su existencia acarrean problemas físicos. La edad del Rey Juan Carlos y sus dificultades de salud y movilidad hacen que las desconsideraciones que recibe tengan, en mi opinión, una especial gravedad y denoten una considerable bajeza moral.
Por último, el ambiente familiar en el que me crie generó en mí un innato e ilimitado torrente de cariño hacia mis progenitores, resultándome extraño e incomprensible cuando percibo en terceros la ausencia de lo que en mí es incontenible. Por ello, la relación paterno filial que desde hace un tiempo sufre Don Juan Carlos me desgarra el alma con una inusitada violencia.
Con independencia de los errores cometidos y de los inaceptables excesos en los que incurrió, debe resultar extraordinariamente duro para el Rey Juan Carlos sufrir en primera persona la general pérdida de la consideración institucional, la falta de respeto a la edad y la ausencia del cariño filial.
La conjunción de todo lo expuesto hasta ahora me hace ver con indisimulada alegría la vuelta, siquiera temporal y breve, de nuestro Rey a su patria. Y, sin dejar de reiterar mis reproches a aquellos de sus actos que resultan reprochables, me sale del corazón gritar en público y hacerlo bien alto: ¡Bienvenido, Señor!