Inventos
«No quiero imaginar qué será de mí cuando los poderosos decidan que se acabaron los CD»
He tenido la suerte de que mis hermanos han ido inventando maquinitas, como por milagro, a medida que las necesitaba. La primera que recuerdo y una de las mejores fue el bolígrafo Bic. No sólo servía para escribir y ahorrarnos la tortura del tintero y las plumillas sino también y principalmente para lanzar o escupir dardos de papel secante masticado al vecino de delante o al profe. Los más finos de la clase (era un colegio pijo gracias a Dios) se traían de casa granos de arroz que eran más limpios y hacían más daño.
Vino luego el pick up o tocadiscos portátil para las juergas itinerantes. No lo gocé mucho porque desde muy tierna edad me aburrió el pop, el rock, el roll, el punk y las habaneras. Cielo santo qué empalago. Pero entonces llegó la bomba atómica, el discman. Hay que explicarlo: es una plataforma del tamaño de un CD (Compact Disc, generalmente guardado en una caja de metacrilato) que mediante auriculares con orejas de gomaespuma (se pudren enseguida) suenan como su tuvieras la Filarmónica de Berlín entre ceja y ceja. He gozado y sigo gozando de ese prodigio hasta las lágrimas vivas. ¡Qué mañanas frente al mar de Fuenterrabía oyendo cómo rompían las irisadas olas de Debussy!
Y hoy, que estoy cancelado en una clínica, mi único consuelo son los discos que me trae Juan Lucas y que oigo con fervor. Me da lo mismo si es un Skalkotas que las Nuevas Hébridas de Mendelssohn, esa belleza arremolinada, glacial y osiánica. Las sanitarias y enfermeras, todas, una tras otra, se han exclamado al ver el aparato: «¡Uy qué bonito, pero si es de museo!». Eso es, exactamente, como yo.
Por supuesto que conozco los diversos sistemas que ya han superado al CD y que se oyen con pinganillos, creo que el negocio se llama streaming, pero ahí está toda la historia de la música a un tiro de botón y yo no quiero eso. Me paraliza. Es como tener en casa el Museo del Prado entero o en la cocina el British Museum, vaya susto, caldeos, babilonios, egipcios, griegos e incluso catalanes. Yo no quiero saber qué será lo siguiente que vaya a oír. El otro día me soltaron por Radio Clásica un Turandot desde el Lincoln Center de Nueva York que me dejó llorando hasta la madrugada cuando intervinieron los loqueros para hacerme callar el octavo «¡vincerooooooo!, ¡viiiinceeeeeroooo!».
No quiero imaginar qué será de mí cuando los poderosos decidan que se acabaron los CD. No puedo llevarme el Concertgebouw en la oreja a modo de piercing. Quizás haya que aprender a tocar la ocarina.