La última fuerza verdadera
Juan Carlos I no obtendrá la absolución moral de esa España que no ha terminado todavía de medir la magnitud de su figura
A mí todo este episodio me inquieta por la historia que contiene de España, de las monarquías y las revoluciones. «Hay más cámaras que en mi boda», dice la Infanta Elena. Ha esperado nuestro monarca emérito el momento oportuno para volver y ha encontrado refugio en el hiperlocalismo, en el deporte y en la familia. Parece feliz en su refugio en Sangenjo, practicando los deportes, gustos y hábitos de nuestra monarquía, que es la última fuerza verdadera. Hay en nuestro Rey emérito también una aureola de cansancio iluminada por una sonrisa de disculpa.
Esta escena me hace pensar en las palabras de Salvador Dalí: «Me hubiera gustado restituir a nuestra aristocracia su valor histórico y su gran porvenir en un universo en descomposición», escribe en sus Confesiones inconfesables. El visionario catalán dice que España renacería en algún momento para recuperar su verdad tradicional. Hoy buscamos respuestas en la política. Pero la política no está facultada para prometernos la felicidad ni es capaz de resolver los problemas existenciales de España. Quizás los valores de la aristocracia, la cultura, la tradición y el arte pueden indicarnos el camino a seguir.
Dalí intuyó también que en una España que no había terminado todavía con la enfermedad de los ismos lo mejor era volver a esa casa familiar rodeada de olivos, frente a la más hermosa bahía del mundo. Hoy nuestro Rey emérito se pasea por Sangenjo, parece libre pero tiene las manos atadas con un pañuelo, como el que puso el verdugo en las manos de Louis XVI para no atárselas con una cuerda.
Juan Carlos I nunca debió aspirar al perdón o a ganarse el aprecio de la foule republicana, que no tolera su existencia
Por supuesto que ha cometido errores, y el mayor de todos fue pedir perdón. Todo se torció el día que Juan Carlos I pidió perdón públicamente y dijo aquello de «no volverá a ocurrir». Algunos interpretaron en este gesto como una pérdida de autoridad. El cazador fue cazado porque hay políticos que son malos cazadores y aprovechan la batida del lobo para llevarse alguna gallina. Nunca debió aspirar al perdón o a ganarse el aprecio de la foule republicana, que no tolera su existencia. No obtendrá la absolución moral de esa España que no ha terminado todavía de medir la magnitud de su figura. Para algunos Juan Carlos I no es nada y España es la nada también. No somos nadie, o lo que somos se lo van inventando sobre la marcha.
Sí se puede, en cambio, hacer que su obra, la transición española, pase a un primer plano y se sitúe por encima de su vida. Basta ver cómo se las gasta el Reino Unido en promocionar su monarquía, casi conocemos mejor la suya que la española. Volvemos a ver al monarca como en los viejos tiempos, un tiranosaurio con sus gafas de sol y su sonrisa de bribón. Nunca ha sido impersonal, nunca ha sido frío ni distante. Pero el socialismo ha tenido su manera de socializarnos, que choca frontalmente con los hábitos de la última fuerza verdadera. Nuestra monarquía pertenece a un viejo orden de valores, costumbres y estilos de vida que representan un universo en descomposición pero también una posibilidad de futuro. Recupera esta semana por unos momentos su valor histórico y revela toda su importancia para nuestro devenir. Derechos y deberes, historia, obra, civilización, costumbres, valores sagrados y tradición. Todo eso puede y debe recuperarse, y en eso estamos.