THE OBJECTIVE
Dani De Fernando

Toros, tradición y democracia

En un mundo en el que el poder es cada vez más impersonal y no tiene siquiera rostro, las corridas de toros nos recuerdan que hay una forma mucho más sana de ejercerlo

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Toros, tradición y democracia

Me encantaría empezar este artículo diciendo que soy taurino de toda la vida, que de pequeño iba con mi padre o mi abuelo al siete, que percibo cuándo está un torero bien colocado al dar un pase, que sé, en fin, muchísimo sobre toros. No obstante, lo cierto es que tengo muy poca idea y que cuando voy a Las Ventas —porque sólo voy a Las Ventas— me limito a observar y a dejarme seducir. Saco pocas conclusiones, en general. Y también me emociono, y también me cabreo, y nunca examino si tengo suficientes motivos para una cosa o la otra. Con todo, si una conclusión he sacado de mis visitas a Las Ventas es esta: la plaza de toros es la encarnación perfecta de la democracia que proponía Chesterton. Si uno quiere entenderla no tiene más que fijarse en el ambiente, en el rito, hasta en la música, pues expresan mejor que ninguna otra cosa con la que yo me haya encontrado en qué consiste.

Resumiéndola un poco, podríamos argüir que la democracia chestertoniana está vertebrada por dos elementos fundamentales que son, a su vez, los que vertebran las corridas de toros: la tradición —a la que G.K. llamaba «democracia de los muertos»— y la participación del pueblo —o respeto al criterio del hombre común—. La importancia del primero de ellos es muy evidente: independientemente de cómo sea el toro o de qué le apetezca hacer esa tarde al torero, siempre hay tres tercios, siempre se torea con el capote primero y con la muleta después, siempre se pica al toro dos veces, siempre se ponen tres pares de banderillas. Todo eso, igual que el orden en el que salen los toreros al ruedo o el número de subalternos y picadores, se mantiene invariable porque sí, porque así lo manda la tradición, y no importa si tiene o no una explicación lógica.

El respeto al criterio del hombre común es menos llamativo que el primer elemento, pero igual de relevante. Porque aunque es el presidente de la plaza quien tiene la última palabra, éste toma sus decisiones en función de lo que el público exija mediante silbidos, vítores, palmadas o pañuelos; y las pocas veces en las que el presidente se atreve a desafiar el criterio popular se lo abuchea, se le llama «déspota» o «tirano», se le exige que rectifique (y, por cierto, casi siempre rectifica). De modo que termina siendo el pueblo —ése que pide una oreja, ése que exige que se cambie el toro, ése que saca al matador por la puerta grande después de una gran faena— quien valida en última instancia la actuación del torero.

Así, en un mundo en el que el poder es cada vez más impersonal y no tiene siquiera rostro, las corridas de toros nos recuerdan que hay una forma mucho más sana de ejercerlo. De hecho, estoy convencido de que si Lorca escribiese hoy no diría solamente aquello de que la plaza es «el único sitio a donde se va con la seguridad de ver la muerte rodeada de la más deslumbradora belleza»; añadiría, además, que es el único lugar en el que la tradición y la opinión del pueblo siguen condicionando, casi determinando la del gobernante. Porque allí no existen organismos supranacionales, ni grupos de poder, ni leviatanes con cientos de miles de administraciones: solamente un presidente que responde ante el pueblo, su pueblo, por las acciones que realiza en su nombre, que es también el suyo. 

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