THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Cuando no éramos lo que somos

«Pertenezco a una generación a la que se nos hizo indigesto el costumbrismo»

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Cuando no éramos lo que somos

Varias personas observan distintas obras de arte en el Museo Carmen Thyssen Málaga. | Álex Zea (EP)

Un monje estira las riendas de un burro que se ha sentado en el camino y se niega a avanzar. Ambos están frente a la entrada de un convento donde otros monjes los rodean y contemplan. En la tierra un pato muerto, hortalizas, cestos y alguna pieza de orfebrería, eso recuerdo. Los rostros de los frailes –hábito marrón y cordón blanco, franciscanos se supone– se desternillan de risa.  Alguno hay que se burla de la escena mientras el primero, encendidas las mejillas, continúa tirando de las riendas y nada logra salvo que las risas aumenten. La escena, no sé por qué, me recordó al Hogarth de The Rake’s Progress y eso que poco tenían que ver. Y a los monjes goliardos y si me apuran al monje bebedor de Robin Hood. ¿Su autor?: un pintor español del que no recuerdo el nombre y que forma parte de la nómina de pintores españoles del XIX del Museo Carmen Thyssen de Málaga (no pude comprar el catálogo porque pesa varios kilos y nunca facturo).

Me topé con el museo fundado por Carmen Cervera mientras deambulaba por las calles de la ciudad haciendo tiempo hasta que llegara la hora de tomar un taxi e irme al aeropuerto. Cuando se inauguró me produjo cierto tedio a priori y esto es la entonación de un mea culpa. O mea, culpa, que diría el gran Cabrera Infante: nunca tuve curiosidad por visitarlo.

Pertenezco a una generación a la que se nos hizo indigesto el costumbrismo de los Álvarez Quintero, de Arniches, el senequismo a lo Pemán y hasta La Sacristía de Fortuny, gustándome mucho Fortuny –y esto permanece–, tanto él como su hijo, que era nieto del pintor Madrazo. Algunos preferíamos a Thomas Hardy –incluso a DH Lawrence, que vendría después– que las ensoñaciones de George Borrow –don Jorgito, le llamaron– o de Washington Irving teñidas de exotismo, digamos, a lo carpetovetónico. Puestos a ponernos orientalistas ahí estaba la gran pintura inglesa –David Roberts…–, francesa –Jean León Gérôme…– y alemana –Gustav Bauerfeind…– y el cuento de que África empezaba en los Pirineos no era de recibo.

Como no lo sería tampoco, un siglo después, el fatalismo señoritil del viejo país ineficiente, los donjulianes, etcétera, que venía a ser un aggiornamento señoritil, repito, de aquella frase, creo que de Foxá: instalemos la dictadura en España y vayamos a vivir a París. Hartos de la obsesiva recurrencia del goyesco combate a bastonazos con las piernas enterradas, necesitábamos respirar como el que surge del fondo del mar y hacerlo en casa, sin fantasmas y sobre todo, sin tutelas que no reflejaban más que la frustración íntima de sus protagonistas.

Y respiramos. Empezamos en la Transición y la cosa continuó durante décadas y el país libre que ahora dicen que no lo era, se llenó de museos –contando con los que ya estaban, magníficos– y en eso llegó Málaga y se pobló de lo mismo. Y ahí estaba yo el jueves, fastidiado por no disponer de más tiempo para disfrutar de la colección de pintura de Carmen Thyssen. O lo que es lo mismo: de los paisajes de la felicidad, de los fragmentos de la Historia que nos hizo y cohesionó, de su reflejo en el arte y del arte como la memoria de una sociedad –la otra es la literatura.

Confieso que en otro tiempo –por ejemplo en un tiempo donde la Historia de España no había desaparecido de tantos planes de estudio– no habría mirado esos cuadros como lo hice esta semana: como un reencuentro con un paisaje perdido, que somos todos, por mucho que los haya que digan que no. La mayor parte de esa pintura expuesta en el Thyssen de Málaga nace del regionalismo y de sus artistas más afortunados, becados en la Academia de España en Roma, o viajando por el país, o visitando el norte de África cuando en el norte de África también se hablaba castellano (y catalán y gallego los que lo hacían).

Y mientras admiraba los colores del Mediterráneo –de Sorolla a Benliure e Iturrino– y las oscuridades del Norte –el gran Regoyos, por ejemplo– y las luces andaluzas –Pérez Villaamil, López Cabrera…– pensé nuevamente en los paisajes de una felicidad escondida por una mezcla de ignorancia y mala conciencia. Pensé en los mantones de Manila como nuestras japoneserías y el equivalente a las alfombras turcas del Orientalismo. Pensé en los rostros del Carnaval –García Ramos– que nada tenían que envidiar a James Ensor, o en cómo un Madrazo nocturno se emparentaba con el París de Pissarro.

Pensé en el simbolismo y luego me sonreí ante la batalla de El rosario de la aurora o la ferocidad belicosa de los bandidos de Sierra Morena acosados por la Guardia Civil y regresé a Sorolla –al que siempre vuelvo salvo en sus playas con damas de blanco y bueyes y niños, que no soporto– y a Meifrén –que vivió en Mallorca– y a las mujeres desnudas de Iturrino que se bañan juntas en la alberca y a frailes que se ríen de aquel que no puede con la tozudez del burro. ¿Qué hay momentos cursis?: también los tiene el impresionismo francés y miren. ¿Que la presencia del tipismo folklórico está muy presente? Como lo está en el último cine de Saura, supongo, o en las fiestas de toda la España autonómica, pero no tanto, no tanto.

Al abandonar el museo malagueño tenía la misma sensación que al salir, días antes, de la imponente iglesia de San Pablo en Sevilla y encontrarme con una placa que decía que de allí había partido fray Bartolomé de Las Casas hacia Las Indias: esa conexión inmediata con la Historia, que cohesiona y estructura frente a la nada, que es lo que hay ahora en distintas partes de nuestro país.

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