Ciudad sitiada
«Que se dispongan en campos cercanos a la urbe pistas para maratonianos, ciclistas o esforzados paralímpicos. Para procesiones ya tenemos las de Semana Santa»
Perdonen ustedes, pero soy muy anticuado. Debo empezar por aclararlo porque todo lo que viene a continuación se explica por esta infausta circunstancia. Aún leo prensa en papel y no un diario sino cuatro: me gusta su tacto, el crujir de las hojas, la tinta que me mancha los dedos. Me sonrojo al confesar estas intimidades, pero he decidido no callarme nada. De modo que en la mañana del día de autos (aunque precisamente autos no había, luego verán por qué) salí temprano de casa, crucé la ancha avenida junto a la que vivo y recorrí los escasos cien metros que me separan de mi quiosco, uno de los pocos que quedan en el barrio. Compré mis cuatro diarios cotidianos: uno de izquierdas, otro de derechas, el tercero más o menos de centro y el cuarto de prensa regional, por aquello de la nostalgia del terruño. Toda una larga mañana de lectura instructiva, aunque me salto las páginas de deporte y los suplementos de motor y economía, como me enseñó Ferlosio. Di media vuelta y volví con mi botín bajo el brazo rumbo a casa. Y entonces empezaron los problemas.
Llegué a la avenida colindante a mi hogar, pero no pude cruzarla. No por el tráfico, no había ni coches ni autobuses, sino por una ininterrumpida retahíla de trotadores de ambos sexos (o sea, cada uno el suyo) que ocupaban la calzada con peripatética entrega. Esperé que el flujo cesase o al menos disminuyese, mientras dirigía a Dios la oración del impaciente («Señor, dame paciencia. ¡Pero dámela YA!»). La migración continuaba a buen ritmo. A un par de guardias urbanos que mantenían su vigilancia a pocos metros les pregunté tímidamente cuando podría alcanzar la otra orilla. «Ahora no se puede cruzar ya», fue la severa respuesta. «¿Y cuándo…?» aventuré. «Cuando acabe la media maratón», me respondieron sin mirarme a los ojos: no me contestaban a mí, sino a la sociedad (Camba dixit). Bueno, pensé para consolarme, sólo es media maratón, peor podía haber sido. Animoso, pregunté a los representantes de la ley y el orden, cuándo acababa esa media maratón de nada: «A la una», respondieron a una, es decir a la vez. En mi reloj eran las diez. Vaya, pensé, cosas del deporte. Seguían transcurriendo los galopantes sin disminuir en densidad, la mayoría con esa cara de agonía pre-infarto que suele ponerse a los que practican el saludable ejercicio. Al otro lado de esa caterva, el portal de mi casa aparecía lleno de dulces promesas de modo que finalmente no me contuve más y me lancé a cruzar sorteando a los obstinados semovientes. Me acompañaron las habituales invectivas destinadas a quienes se salen de los raíles de las modas higiénicas –«pero ¿qué hace ése? ¡Faascista!»- mientras allá atrás los dos guardias hacían aspavientos de dolida decepción, como si nunca hubieran podido suponer tan desvergonzada traición por mi parte. Diez minutos después, sin la menor contrición ni dolor de corazón, leía los periódicos en mi butaca favorita.
Vamos a ver, no tengo nada contra quienes desean galopar varios kilómetros para mejorar la salud de su alma. Incluso yo mismo tengo también de vez en cuando ganas de hacer deporte, aunque –como señaló Churchill- me siento y se me pasan enseguida. Pero lo que me parece difícil de asumir es que una ciudad moderna y laica deba sacrificarse semanalmente a un nuevo culto avasallador –como suelen serlo todos- que impide a gran parte de los ciudadanos hacer lo que les dé la gana en las calzadas y aceras destinados a usos urbanos y no gimnásticos. Que se dispongan en campos cercanos a la urbe pistas para maratonianos, ciclistas o esforzados paralímpicos y que allí se desfoguen a gusto sin obligar a los demás a admirar sus resoplidos sudorosos mientras nos bloquean el camino a la churrería más próxima. Ale, para procesiones ya tenemos las de Semana Santa que suelen ser a horas más convenientes y con mejor música.