Todos los días son el día de Murcia
«Murcia no solo me gusta porque siento que ahí está mi hogar. También me gusta su falta de identidad. Esto, que parece algo negativo, me resulta inmejorable»
No nací en Murcia pero soy murciano. He vivido solo seis años en la Región de Murcia. Cuatro en Mazarrón, dos en la capital. Pero aunque he vivido más años en Madrid, a Murcia es a donde vuelvo. No me refiero a que vuelvo como quien vuelve todos los años a su piso de la playa. Me refiero a que vuelvo porque siento que me fui desde ahí. Mi padre vive en Murcia. La única casa que no ha desaparecido de mi vida (me he mudado unas veinte veces), la única casa familiar, está en Murcia. Mis mejores amigos los hice allí, y todavía hablo con ellos cada día. Hay una identidad que uno no elige: dónde nace. Hay otra más sana, la que uno puede elegir e ir construyendo. En Murcia soy madrileño, en Madrid soy murciano.
Murcia no solo me gusta porque siento que ahí está mi hogar. También me gusta su falta de identidad. Esto, que parece algo negativo, me resulta inmejorable. Una identidad sin carácter ni sustancia ni esencialismos. Identidad como algo relajado que se va construyendo. Es algo que el pintor murciano Ramón Gaya describe muy bien en uno de sus textos (su museo en la Plaza de Santa Catalina es una maravilla):
Murcia no es levantina, ni, por otra parte, andaluza, como se puede tener la tentación de suponerla, ni tampoco mitad y mitad, como podría pensarse por su situación fronteriza. Todo aquello que lo murciano pueda tener de levantino y de andaluz –que, sin duda, tiene– es más bien un tanto externo, por fuerza, y como de pasada, casi de refilón. Esa preciosa y enigmática sustancia última (o mejor, primera) de lo murciano no es sustancia de nada… regional, pues ni siquiera la encuentro en otros puntos de la provincia misma de Murcia, sino sustancia de «algo» sin región, sin regionalismo, sin andalucismo, es decir, sin… carácter, sin esa evidencia caricatural del carácter.
¡Un lugar sin metafísicas ni caracteres nacionales! Y no porque sea un lugar sin nada que ofrecer, sino porque lo ofrece sin pretensiones, quizá un poco resignadamente, o quizá con la convicción de que sentirse muy especial a veces es una carga y un tormento. Esto que digo no me será recompensado con, qué se yo, el honor de dar el pregón de las fiestas de Mazarrón, como hizo mi padre en 2005. En su discurso exaltó unas virtudes que, en fin, creo que no son exclusivas del pueblo. Gustó mucho al público, claro, porque a todo el mundo le gusta que le digan que es especial. Pero creo que la región es especial precisamente porque no se tiene muy en serio, y no necesita una aprobación externa. Hay regiones que se sienten más especiales y necesitan constantemente que se lo recuerden (he conocido a muchos catalanes que, cuando te enseñan orgullosos lo suyo en realidad están un poco molestos porque ya deberías conocerlo, como el hipster que cuando le dices que te gusta su grupo favorito te dice: «¿No los conocías?»).
Si digo todo esto es porque ayer fue el día de la Región de Murcia y yo no sabía de qué escribir. En realidad puedo escribir de Murcia cuando quiera, como esas parejas que dicen que no celebran San Valentín porque para ellos todos los días son San Valentín (hay un equivalente más divertido: todos los días son 8M, algo que suele decirte alguien antes de intentar meterte mano). En casa, todos los días son el día de la región de Murcia.