La meritocracia, el cosmopolitismo y el verdadero progresismo
«Solo un inmigrante que llega a una ciudad sin un solo número de teléfono en la agenda sabe lo que es depender de su motivación»
Como si aquello diera prestigio intelectual o sintonizara con el «pueblo», de un tiempo para acá se ha puesto de moda criticar o desidealizar la meritocracia y el cosmopolitismo, dos conceptos que fueron fundamentales en la forja de una imaginación progresista. Es algo que no deja de ser extraño, porque hubo un tiempo, tampoco tan remoto, en el que resultaba esperanzador creer que el propio esfuerzo podría contrarrestar el peso de la tradición y del abolengo, por no mencionar el de la clase, la raza, el sexo o el pasaporte, y nada parecía más progresista que abrazar a la humanidad desvinculando la moral y la estética de la sangre y del territorio. Se trataba de proyectos complicados, sin duda, llenos de obstáculos e inercias que iban en la dirección contraria, pero por eso mismo brillaban y seducían. Daban un horizonte: un mundo que no fuera hostil al extranjero, en donde cada cual contaba por sus actos y virtudes y no por su aspecto o apellido.
Pero, insisto, de un tiempo para acá lo progresista es despreciar todo esto. El esfuerzo es una trampa que arruina la vida y que nada cuenta en el destino de la gente, se dice, y de paso se afirma que el cosmopolitismo no ha internacionalizado más que las marcas y el capitalismo. Prolifera una extraña alianza entre progresismo y nacionalismo; arden las reivindicaciones de los pueblos y de la plurinacionalidad; cada cual se ufana ahora, como si de aquello hubiera salido alguna vez algo bueno, de sus identidades sexuales y raciales, y cada vez se marcan más fronteras que dificultan la ciudadanía común, abierta y plural a lo que aspira el cosmopolitismo. Hasta Feria, uno de los últimos éxitos editoriales en España, transpira un profundo anticosmopolitismo. Provincia, familia, tradiciones, comunidad: eso es lo que reivindica. De paso, lamenta que los migrantes no le estén pagando las pensiones a sus abuelos en sus países.
El migrante no tiene código postal. No tiene historia y no entiende los códigos del linaje. Tiene lo puesto, y con eso tiene que ver qué se inventa, qué vida es capaz de crear
El problema es que en sus países no abundan ni el trabajo formal ni las pensiones. Por eso salen, para enviar remesas, y por eso encarnan mejor que nadie las ideas de mérito y cosmopolitismo, las dos al mismo tiempo. Los españoles que llegaron en los años treinta a México, Argentina y hasta Colombia, por ejemplo, entre ellos un panadero de Lloret del Mar que me heredó el apellido. O los judíos expulsados de aquí y de allá por no tener raíces y arrastrar ideas distintas, ajenas a la tradición comunitaria. O los hambrientos y los desesperanzados y los que no tienen nada que perder porque para morirse da igual un sitio que otro. O los curiosos y aventureros, que también cuentan. O los infortunados que escapan de guerras y empeñan lo que no tienen para sobrevivir a las bombas y a los escombros, como el niño boloñés de siete años que le heredó el apellido a mi esposa peruana.
Todos ellos han conquistado centímetro a centímetro esa franja donde las certezas locales se debilitan; el lugar donde se van pactando normas, códigos y valores desligados de la tradición lugareña. Son ellos, tanto como Kant, quizás más, los que han contribuido al ideal cosmopolita de una moral universal.
Y todo a punta de esfuerzo y mérito, desde luego. Solo un inmigrante que llega a una ciudad sin un solo número de teléfono en la agenda sabe lo que es depender de su motivación. Y la motivación no es otra cosa que fe en la compensación de sus esfuerzos. El migrante no tiene código postal. No tiene historia y no entiende los códigos del linaje. Tiene lo puesto, y con eso tiene que ver qué se inventa, qué vida es capaz de crear. Pero a los progresistas se les olvidó todo esto. Ya no confían en el mérito ni en la internacionalización de la vida y las costumbres. Quieren que cada cual se quede en su terruño, aprendiendo de sí mismo y aferrado a su identidad primaria, donde el linaje o la queja les garantizará a todos reconocimiento, subvenciones o puestos. Progreso, dicen, pero en realidad es un sueño estático que deja a todo el mundo donde está, con su identidad intocada y pura. Un sueño que hasta no hace mucho se acercaba más al tradicionalismo reaccionario, y que hoy, quién lo iba a decir, se defiende agitando la bandera roja y con el puño en alto.