La libertad es una diosa de ojos azules
«No me podía creer que el mismo hombre que enseñaba literatura catalana porque no le ‘dejaban’ enseñar la universal hubiera podido mutar de semejante manera»
Recuerdo el año que yo pasé las pruebas de acceso a la Universidad (PAU). Las pasé en Sabadell, donde yo residía entonces y donde había estudiado el bachillerato, concretamente en un instituto público que se llamaba Pau Vila. Casi todos los profesores que allí teníamos estaban bastante políticamente significados… a la izquierda. Lo normal era ser del PSUC y poner a la puerta del instituto un cartel designando al entonces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, «persona non grata», no fuera que aprovechando una visita oficial a España se le ocurriera acercarse a Sabadell y a nuestro inmaculado, antiamericanísimo instituto.
La lucha de clases estaba tan interiorizada que los sindicatos llevaban años oponiéndose como gato panza arriba a que la asignatura de lengua extranjera (se podía elegir entre inglés y francés) entrara en las pruebas de selectividad. El argumento era que eso daría una ventaja intolerable a los estudiantes de familias lo bastante pudientes como para pagarles cursos y estancias en el extranjero. Que algunos tuviéramos un nivel bastante decente (de francés, en mi caso) sin haber puesto jamás un pie fuera de la península ibérica no se contemplaba para nada. Tampoco se daba importancia a mandar año tras año el mensaje de que hablar idiomas no debía ser una preocupación relevante para alguien que se dispone a ir a la universidad.
El año en que yo pasé las pruebas fue precisamente el primero en que se incluyeron exámenes de inglés y de francés. Muy a regañadientes, y con el compromiso expreso de que la nota tuviera un impacto mínimo en la calificación global. Pero por lo menos se plantó aquella pica en Flandes.
Estoy hablando de mediados/finales de los años 80 del siglo XX. La cuestión lingüística todavía revestía una especie de aire naïve en Cataluña. Ya se había aprobado la Ley de Normalización Lingüística de 1983, la que puso las bases de un primer consenso para impulsar la lengua catalana y sacarla de la postración en que la había dejado su arrinconamiento bajo el franquismo. Que es cuando la población española, incluida la catalana, empieza a desanalfabetizarse, a ir masivamente a la escuela, pero claro, durante décadas sólo se pudo ir en español. En castellano.
Yo recuerdo que recién muerto Franco, o incluso un poquito antes de morirse, el catalán ya se iba colando por las rendijas de la enseñanza, pero el dominio del español, sobre todo a nivel de lectoescritura, era abrumador. Conviene tener en cuenta que esto es bastante habitual en sociedades bilingües. Excluida la minoría que por lo que sea pone verdadero empeño en hablar, entender, leer y escribir muy bien ambas lenguas, siempre hay una que se tiene infinitamente más por la mano que la otra. Lo curioso, lo que da qué pensar, es que no coincida la que se tiene más por la mano oralmente y la que se tiene más por la mano a efectos de lectoescritura. Cualquier disonancia significativa en este sentido encubre algún tipo de anomalía y/o imposición.
Pero el catalán estaba muy vivo y cundió muy rápido. Si en los colegios de monjas donde yo cursé la EGB había de todo, en mi feliz instituto «psuquero» ya la mayoría de clases eran en catalán, y se empezaba a prestar verdadera atención a escribirlo correctamente, sin faltas de ortografía.
Tuve yo en aquel instituto un magnífico profesor de literatura catalana que no se parecía a nadie más en toda la institución. Para empezar, era el único que no era comunista. Ni de lejos. Cultivaba incluso una deliberada estética pequeñoburguesa, algo a medio camino entre el dandismo y el pujolismo. Parecía sensato pensar que si votaba, votaría a Pujol, entendido entonces como una opción aburrida y hasta rancia, pero tranquila y de orden. Además ya he dicho que era profesor de literatura catalana. Y uno era y es profesor de literatura catalana por algo.
Aunque él lo era de una manera deliciosamente heterodoxa. El primer día, en su perfecto catalán, nos soltó: «Yo quisiera ser profesor de literatura universal, pero eso no lo contempla el plan de estudios. Os tendréis que conformar con que os enseñe literatura sólo catalana». El segundo día no se cortó un pelo de hacernos notar que todos y cada uno de los libros que entraban en el temario «son de Edicions 62» y que él, de poder, habría elegido otra bibliografía. El tercer día nos advirtió de que la manera más infalible de catear su asignatura era salir del paso del comentario de tal o cual obra literaria del temario fusilando aquello que sobre aquella obra ya habían escrito otros: «Cuando os pido un comentario de texto, os pido un comentario original vuestro, algo nacido de vuestro libre criterio, de vuestra propia reflexión: no me importa que penséis barbaridades, mientras penséis».
Las clases con él eran una delicia y una montaña rusa de incentivos. Como aquel día que llegó, se encontró el aula semivacía, preguntó a raíz de qué, y, apercibido de que a la hora siguiente teníamos examen de literatura española, y un 80 por ciento de la clase estaba empollando agónicamente en el bar, él pregunto muy tranquilo qué entraba en el susodicho y tan temido examen de literatura española. Unamuno. Entraba Unamuno… ¿En serio?, preguntó enarcando una ceja. Acto seguido procedió a improvisar una clase magistral sobre Unamuno que nos dejó tiritando de adoración y de respeto. Y que nos granjeó un buen puñado de sobresalientes a los que NO nos habíamos saltado su clase para cumplir con la del vecino.
Podría llenar cuartillas y cuartillas hablando de aquel profesor, con el que trencé una amistad que se prolongó bastante más allá de lo académico. Conocí a su mujer y a sus hijos, cené muchas veces en su casa. Por largos años yo le declaré a él mi mejor maestro de todos los tiempos. Él llegó a decir que yo era su alumna más inteligente. Se peleó con medio claustro para que, al ganar yo un premio literario en el instituto, no me despacharan con cualquier cosa, sino que se rascaran el bolsillo para premiarme con La Odisea de Homero, traducida por Carles Riba. Una joya de las letras catalanas que, aparte de no ser precisamente barata, alguien juzgó excesiva para una alumna de mi edad. Mi querido profesor le fulminó con la mirada y zanjó inapelablemente el asunto.
Uno de los últimos recuerdos tiernos que conservo de él se remonta precisamente al día que yo pasé las PAU. Él estaba ahí, repartiendo hojas de exámenes, concretamente de las de la prueba de comentario de texto, que se podía hacer en español o en catalán. A medida que iba pasando por los pupitres nos iba guiñando el ojo y susurrando socarrón: «Coged el comentario en español, han puesto un texto mucho más fácil».
Pasó el tiempo. Mucho tiempo. Yo me fui fuera de Cataluña primero y de España después. Él siguió en Sabadell. A mí la vida me llevo por derroteros menos literarios y más políticos de lo que habría elegido. El catalanismo suave y hasta elegante que había mamado en mi casa, con ciertos profesores como él y hasta en los primeros compases de mi carrera profesional como periodista, empezó a apuntar maneras mucho más agresivas de lo jamás imaginado. Maneras incluso siniestras. Tuve que verme en la tesitura de defender el libre uso del español como sólo había creído que se tuviera que pelear por el catalán. Tuve que ponerme seria. Muy seria.
Empezaron los problemas. Los reproches. Los roces y hasta zarpazos en el interior de la tribu. Bastaba con escribir un artículo protestando por los excesos antibilingües para que algujen de mi «pasado» me pusiera la cruz o me tildara de anticatalana. En algunos casos me lo esperaba más que en otros. A veces me sentía como la única persona que no prueba el alcohol en una fiesta donde todo el mundo se va emborrachando. Para mí era todo tan prístino: se defiende la libertad de lenguas siempre y en todo lugar, desde todo ángulo. Si atacan al catalán, defiendes el catalán. Si atacan al español, el español. Fácil ¿no?
Pues no, o no tanto. «Anna, estic molt trist»… Me escribió un día mi antiguo profesor, no sé si después de leer un artículo o un tuit mío, o de verme por la tele. «Jo també estic molt trista», le contesté. No hubo mayores intercambios. Sí recuerdo el sobresalto de amargura, el miedo a que uno de los mejores ejemplos de catalanidad esclarecida, ilustrada y amable, que yo atesoraba en mi corazón, pudiera torcerse o envenenarse. Quise atribuirlo a que dada la frenética espiral de radicalización de ciertas cosas, era difícil mantener la ecuanimidad. Incluso para el hombre al que yo debía haber bebido versos de Homero directamente de la boca de Carles Riba.
Todavía a día de hoy uso un correo electrónico con la palabra «ullblavissa» -literalmente, ojoazulada…-, palabra acuñada por un poeta catalán para traducir los hexámetros griegos que definían a Palas Atenea. La belleza de una lengua pequeña abriéndose de carnes para parir una palabra nueva y contener así una lengua mucho más antigua y más grande. Sólo los buenos poetas hacen cosas así. Sólo los buenos maestros te enseñan a apreciarlo.
¿Puede llegar todo eso a perderse, como la Atlántida, por una tormenta de radioactividad política, por un Chernobyl llamado procés? ¿Cuándo y cómo mueren las democracias y las mejores amistades?
Hace relativamente poco, apenas meses, supe que en un programa de TV3 se había organizado cierto alboroto cuando un profesor de catalán, enloquecido, acusó de «colonos» a todos los catalanohablantes de origen que defienden el bilingüismo en las escuelas y en la vida. La noticia no dejaba lugar a dudas sobre la agresividad y rudeza del alegato. Me imaginé que sería cualquier activista a sueldo de Plataforma per la Llengua o de Òmnium Cultural.
Cuál no sería mi sorpresa, mi alarma y hasta mi dolor, cuando supe cómo se llamaba ese profesor. No me llevó ni cinco minutos verificar su identidad. Hacerme con el vídeo. Reencontrarme con el rostro que un día para mí fue sinónimo de excelencia, hasta de protección casi casi paternal. No me podía creer que el mismo hombre que enseñaba literatura catalana porque no le «dejaban» enseñar la universal hubiera podido mutar de semejante manera. Huir así de la misma luz que él mismo nos había enseñado a buscar para retrotraerse al fondo de la caverna. Y de un oscuro, insospechado rencor…
El día que todo esto acabe, que acabará, habrá que hacer un ímprobo esfuerzo para perdonar tanta inteligencia rota. Tanto tiempo perdido en ser peores justo cuando más falta nos hacía lo mejor.
En fin. A mi santa patrona secreta, a la diosa ojoazulada, hija de Zeus, me encomiendo.