Nueva ley del tabaco
En 2005 se dijo que uno no tenía por qué convivir con el humo de otro; ahora se trata de que uno no conviva siquiera con su propio humo
Hemos sabido estos días que el Gobierno planea una nueva reforma de la ley del tabaco, esa que la administración ZP aprobó en 2005 y que fue luego enmendada en 2010. Esta vez se proponen, primero, elevar su precio y, segundo, prohibir fumar en una larga lista de sitios, como las terrazas de los bares, las playas o las plazas de toros. Claro que la noticia no ha sorprendido demasiado; y no tanto porque este gobierno sea experto en jodernos la vida en lugar de en arreglárnosla —quien no lo crea que pregunte a algún autónomo—, sino porque éste, estoy convencido, era el objetivo de lo que comenzó en 2005. Entonces se dijo que uno no tenía por qué convivir con el humo de otro; ahora se trata de que uno no conviva siquiera con su propio humo.
Arguyen que lo primero, lo de subir el precio, es para incitar a la gente a dejar el tabaco, pero eso ya no se lo cree nadie: no existe un solo fumador en el mundo que lo deje porque sea caro, igual que no existe un solo conductor que deje de utilizar su coche cuando lo necesita porque la gasolina sea cara. Y eso lo sabe el Gobierno, lo saben los economistas, lo sabe hasta Carolina Darias; los llaman bienes inelásticos o algo así. Lo que sucede con esa clase de bienes es que su consumo no varía aunque el precio sí lo haga. Que la gente los sigue comprando aunque suban de precio, vaya.
Pero más sangrante aún que el encarecimiento del tabaco es su prohibición en determinados lugares. Y digo determinados por decir algo: se me ocurren pocos en los que, si la ley sale adelante, pueda uno disfrutar plácidamente de su cigarrillo. En la playa no, que los fumadores, fíjese qué gentuza, esconden las colillas en la arena y eso es dañino para el medioambiente. Ni en los parques, supongo que porque hay niños, ancianos y porque, quién sabe, a lo mejor hasta afecta a la reproducción de las flores y las abejas. Ni en el coche si van muchos ocupantes o menores de edad o embarazadas. Ni en las terrazas de los bares. Ni en los estadios, ni en los conciertos, ni en las plazas de toros, da igual que estén cubiertas o no. De momento se libran los domicilios particulares, pero no sabemos por cuánto tiempo: no descartaría que Darias y sus colegas estén ya pidiendo presupuesto para instalarnos detectores de humo en casa.
Así, esta nueva reforma confirma lo que algunos ya sospechábamos: el colectivo de los fumadores es uno de los más perseguidos de nuestro tiempo. Y se los persigue descaradamente, a la luz del día, con la complicidad de esos no-fumadores a los que el humo empezó a molestar cuando les dijeron que tenía que molestarles porque estaban siendo «fumadores pasivos» y eso era muy injusto. Pero ahora que no son «fumadores pasivos» tampoco se opondrán a la persecución, sino que esgrimirán otras excusas para justificarla. «Es malo para tu salud», «Fumar al volante distrae», «Las colillas ensucian las terrazas»… Como si no existiesen los ceniceros, como si para dar una calada se necesitaran niveles de atención altísimos, como si fuesen ellos —y esto es lo importante— los encargados de velar por nuestra salud.