Energía y estanflación
«Hay que acabar con leyes infames que impiden no ya la extracción sino ni siquiera la búsqueda de energías fósiles en nuestros suelos»
Durante el otoño de 1973 la economía mundial se vio sacudida por una disminución brusca de la oferta de petróleo en los mercados internacionales. Tomando como excusa el apoyo de determinados países a Israel durante la Guerra del Yom Kipur (la razón real probablemente tuvo más que ver con la caída del precio del dólar posterior a la salida de los EEUU del Acuerdo de Bretton Woods -que establecía el patrón oro como la referencia de cotización de las principales monedas-, que provocó una fuerte caída de los ingresos de los países productores, pues el crudo se negociaba ya entonces en dólares), la OPEP y otros grandes países productores como Irán redujeron de manera significativa su producción e impusieron un embargo de las exportaciones a esos países. Ese embargo, que afectó principalmente a los Estados Unidos, provocó una súbita e importante subida del precio del petróleo, que se cuadruplicó en pocos meses y se mantuvo después del cese del embargo en 1974.
Esta subida del precio propició dos fenómenos simultáneos: un severo deterioro de la actividad económica, que se tradujo en una década de muy débil crecimiento incluyendo dos recesiones globales acompañada de alto desempleo, y una fuerte inflación de precios de bienes y servicios. El desagradable olor de la estanflación, término acuñado a finales de los años 60 en el Reino Unido para definir ese estado económico general, se extendió a gran parte del mundo.
Occidente, ante la escasez y la carestía de la sangre energética que alimentaba su desarrollo económico, reaccionó a la vez en los planos de la oferta y la demanda. Por un lado, incrementó fuertemente la inversión de capital para explorar y explotar nuevos yacimientos petrolíferos desarrollando tecnología novedosa como la de extracción de crudo en aguas profundas, y por otro tomó un amplio abanico de medidas para reducir el consumo de energía: desde reducir la velocidad máxima en carretera, a prohibir la circulación los días pares o impares según las matrículas, pasando por el desarrollo de vehículos más ligeros y eficientes que consumieran menos carburante.
Nos hallamos hoy, por causas probablemente diferentes, de nuevo ante la negra sombra de la estanflación. Quizá aún no esté la tormenta sobre nosotros, pues los niveles de empleo son elevados y, tras la resaca de la recesión covidiana, aún crece la economía a nivel global. Pero los truenos se escuchan cada vez más cercanos y las perspectivas difícilmente pueden ser más negativas. La fuerte subida del precio de la energía (derivada fundamentalmente de la incapacidad de la oferta, tras una década de muy débiles inversiones en el sector de las energías fósiles, de hacer frente al incremento de la demanda tras el inédito y peligroso ejercicio de detener y arrancar la economía mundial con la aplicación y retirada de las medidas de contención de la covid, y espoleada por el conflicto bélico en Ucrania) está provocando inflación cercana a los dos dígitos en Occidente, con poco aspecto de ser algo efímero.
Esta inflación está causando a su vez una bajada en la confianza de consumidores y empresas, lo que, salvo milagro, ha de traducirse pronto (ya parece que sucede en países como el Reino Unido) en un debilitamiento del crecimiento económico si no en otra recesión global, muy poco después de la de 2020. Y digo salvo milagro porque, sin ser economista, me parece imposible que más de una década de política monetaria muy laxa con un endeudamiento de estados y empresas enorme, seguida de una rápida subida de tipos de interés como parece apuntarse ya en EEUU, la guerra de Ucrania y la promulgación de leyes nacionales que obligan a rápidas reducciones de emisiones acompañadas de subidas de impuestos, no desemboquen en una crisis general. Si encima China se enroca en su política de ‘covid zero’, con lo que ello puede implicar en términos de parones y acelerones de la fábrica del mundo, la tormenta no solo tendrá gran aparato eléctrico sino que puede ser duradera.
En el centro de todo, como casi siempre, la energía. Como comentaba hace unos meses, la energía no es un bien de consumo. Nadie se come dos KWh ni se viste con 35 Julios. Es un bien que se utiliza para obtener otras cosas que sí son finalmente consumidas. Concretamente se utiliza para producir luz, calor, frío, transporte de personas o materiales, o para hacer funcionar fábricas que produzcan otros bienes de consumo. Es, en definitiva, un bien intermedio, un coste necesario para obtener los bienes que sí consumimos directamente.
Visto así, parecería evidente que el objetivo de cualquier política económica sensata debería ir destinado a que el coste de la energía sea lo más bajo posible. Si se consiguiera, seríamos capaces de obtener los mismos bienes a un menor coste, liberando recursos económicos para ser invertidos generando nueva riqueza. No solo eso. Esa reducción del coste de la energía haría que se consumiera cada vez más, lo que redundaría en una mayor capacidad para producir bienes y servicios incrementando el desarrollo económico y con ello el bienestar humano.
Mirándolo por el reverso, encarecer la energía genera inflación, no solo directa (en el precio que pagamos por el gas de nuestras cocinas y calderas, por el carburante en el surtidor y en el recibo eléctrico), sino indirecta, al ser como decía antes un coste inevitable y en muchos casos muy significativo en la fabricación y provisión de la inmensa mayoría de bienes y servicios, cuyos precios subirán para reflejar ese incremento de coste. Esa inflación hace que los agentes económicos vean reducido su poder adquisitivo y su capacidad de inversión, debilitando así el crecimiento económico o incluso provocando recesión. El objetivo de una política económica sensata, pues, debería ser en mi opinión abaratar y aumentar el consumo de energía.
Sin embargo, los líderes políticos globales parecen no estar de acuerdo con esta visión. Por el contrario, probablemente influidos por pensamientos neomalthusianos, parecen desear que se reduzca el consumo de energía o al menos que aumente lo más despacio posible, limitando así el potencial desarrollo económico.
En España, los impuestos al consumo de carburantes representan ya alrededor de 20.000 millones de euros, cerca del 2% del PIB, entre los impuestos y tasas específicos y el IVA aplicado. Y no paran de aumentar, con el objetivo de reducir la movilidad de los ciudadanos y supuestamente, con ello, la contaminación y las emisiones de CO2. Sin ánimo de ser exhaustivo, desde hace 15 años, en España el precio de los carburantes, además de los vaivenes de las cotizaciones internacionales del crudo, ha sufrido los impactos de:
- La obligación de mezclarlos con biocombustibles (más caros que los propios carburantes)
- El establecimiento del Fondo de Eficiencia Energética
- Un incremento del impuesto especial de hidrocarburos
- Derechos de emisión de CO2 que aplican a las actividades de refino de petróleo
- Un incremento del IVA, aplicable a todo lo anterior, superior al 30% (ha pasado del 16% al 21%)
- Además, dos nuevos tarifazos se ciernen sobre el precio en el surtidor: por un lado, la aplicación de derechos de emisión de CO2 aplicables al transporte (de momento solo aplican en la UE a determinadas industrias y a la producción de electricidad), y por otro el llamado ‘Fondo de sostenibilidad del sistema eléctrico’, que trasladará parte del disparatado coste de las primas a la electricidad renovable establecidas en el RD661/07 a los conductores (en teoría eliminando el mismo coste del recibo de la luz, aunque yo como Santo Tomás: ver para creer)
En la electricidad sucede exactamente lo mismo, aunque con algunas figuras más creativas: el impuesto eléctrico, las tasas municipales, el impuesto a la generación eléctrica, el impuesto nuclear, la tasa hidroeléctrica, el impuesto especial sobre el carbón, el impuesto especial de hidrocarburos, la ‘tasa Enresa’ o los derechos de emisión de CO2, que como ya expliqué hace un tiempo, a las cotizaciones actuales (unos 80euros/T de CO2, el triple que hace unos meses) y con el gas marcando habitualmente el precio del pool, supondría un sobrecoste anual de unos 8.000 millones de euros al año (más IVA) que saldrían de los bolsillos de particulares y empresas hacia compañías eléctricas y el Estado. Por no hablar de las mencionadas primas a la generación renovable pagadas en virtud del RD 661/07 (el mayor escándalo jamás habido en nuestro país, en mi opinión), cuya cantidad excede hoy con creces la increíble cifra de 100.000 millones de euros… y lo que nos queda, pese al dudosamente legal recorte aplicado por Rajoy, que ha reducido la cantidad final en muchos miles de millones, a costa de poner en solfa la seguridad jurídica de España ante los inversores extranjeros.
Creo que, desde luego en la actual coyuntura y en mi opinión con vocación de continuidad, urge una revisión de todas las políticas relacionadas con la energía. Hay que acabar con leyes infames que impiden no ya la extracción sino ni siquiera la búsqueda de energías fósiles en nuestros suelos. Hay que eliminar leyes que establecen objetivos altísimos de reducción de emisiones en tiempos muy cortos (objetivos que no se van a cumplir y que, y el que avisa no es traidor, generarán conflictos legales perfectamente evitables de gran importancia).
Y hay que reducir drásticamente la carga fiscal relacionada con la energía; particularmente toda aquella que, como los impuestos especiales o los derechos de emisión de CO2, solo representan un sobrecoste para particulares y empresas y fomentan energías más caras en detrimento de otras más baratas (y si no se reducen, dedíquense al menos los ingresos a la investigación y desarrollo de nuevas tecnologías como la fusión nuclear, almacenamiento eléctrico a gran escala o nuevas tecnologías de fisión). Parte de la disminución de la recaudación se recuperará vía actividad adicional.
Todas las recesiones globales (con excepción de la autoinfligida por la covid para proteger nuestra salud), como puede verse en los gráficos adjuntos, han venido precedidas de un rápido y fuerte incremento del coste de la energía. Urge reducir su coste antes de que sea la siguiente recesión la que lo haga de manera ‘natural’.
Un político responsable debería perseguir el crecimiento económico. Un político responsable debería perseguir reducir la inflación. Reducir los impuestos a la energía, fomentar la búsqueda y desarrollo de nuevos yacimientos de petróleo y gas, y aumentar la investigación y desarrollo de nuevas tecnologías son acciones que contribuirían a la consecución de ambas metas.