A vueltas con la banalidad del mal
«Hannah Arendt evidenció algo que sigue siendo insoportable: la misma cultura que había conseguido definir el imperativo categórico había permitido la fabricación de cadáveres»
Cada cierto tiempo se pone de moda en los periódicos atacar a Hannah Arendt a propósito de la banalidad del mal, un concepto que no ha dejado de irritar a los creyentes desde que se acuñó en 1963, cuando se publicó Eichmann en Jerusalén. Arendt fue objeto entonces de un linchamiento social y mediático, precedente de los actuales ajusticiamientos virtuales dictados por los cardúmenes de la red. Una organización judía pidió incluso a los rabinos de Nueva York que predicaran contra ella en las sinagogas. Viejos amigos como Hans Jonas le retiraron durante un tiempo la palabra. Y la indignación no ha remitido aún. Ahora, a la luz de un nuevo documental, sonadamente titulado The Devil’s Confession: The Lost Eichmann Tapes, de Yariv Mozer, que al parecer aporta pruebas irrefutables sobre la naturaleza satánica del nazi, han vuelto los ataques rutinarios. Véase por ejemplo el reciente comentario de Arcadi Espada en su artículo ‘Mala memoria’ (El Mundo, 11-6-22), de una tosquedad embarazosa. La cuestión dista mucho de ser tan sencilla y fácil de entender. Y la persistencia del debate prueba que Arendt evidenció algo que sigue siendo insoportable.
La idea de banalidad del mal tiene su origen en la investigación en torno al totalitarismo que Arendt inició durante sus primeros años de exilio en Estados Unidos, cuando había abandonado la filosofía en favor de la teoría política, asqueada por la connivencia de muchos pensadores –entre ellos su maestro Heidegger– con el nacionalsocialismo. Desde entonces, la hostilidad clásica de la filosofía contra la política sería una de sus recurrentes obsesiones, como desarrolló en su extraordinario ensayo sobre Sócrates. A pesar de su manifiesta deserción, Arendt nunca dejó de ser una kantiana convencida y, como tal, se propuso tratar de entender (Ich muss verstehen fue su lema) por qué la misma cultura que había conseguido definir el imperativo categórico había permitido la fabricación de cadáveres. Esa vergüenza no le abandonó nunca y explica en buena medida su obstinación con el asunto.
Siguiendo a Kant pero queriendo ampliar su radio conceptual, en Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt habló primero de un «mal radical»: «Es la aparición de algún mal radical, desconocido con anterioridad por nosotros, la que pone fin a la noción de desarrollo y transformación de cualidades». La idea ya había suscitado una discusión, justo después de la guerra, con otro de sus maestros, Karl Jaspers, enérgico opositor a Hitler desde la primera hora. En su correspondencia de la época, Jaspers, que además de filósofo era médico y psiquiatra, advirtió a Arendt del error que supondría juzgar a los nazis como monstruos satánicos, cuyo mal debía entenderse en términos de «banalidad y trivialidad prosaicas». Jaspers utilizó el símil de las bacterias, organismos microscópicos que sin embargo son capaces de matar a millones de personas. Arendt le contestó dándole la razón pero añadió que no sabía cómo distinguir entre un asesinato y las cámaras de gas, aventurando que quizá lo que había tenido lugar en los campos de concentración había sido «un intento organizado de erradicar el concepto de ser humano». (Véase la interesantísima correspondencia entre ambos, Briefwechsel, en la edición de Piper: cartas del 17 de agosto, 19 de octubre y 17 de diciembre de 1946).
La destrucción de ese concepto de lo humano, que Kant había sido el primero en intentar emancipar del ámbito religioso, también había sido abordado por Arendt en Los orígenes del totalitarismo: «Quizá nada distinga de modo tan radical a las modernas masas de las de siglos anteriores como la pérdida de la fe en un Juicio Final: los peores han perdido su temor y los mejores han perdido su esperanza». La desaparición de una norma absoluta de justicia relacionada con la infinita posibilidad de gracia propició que verdugos y víctimas se encontraran en el «perfecto estado de terror». El castigo podía ser infligido a cualquiera, con igual justicia e injusticia. Aparecieron entonces el verdugo sin causa y la víctima sin culpa. Lo que vio Kafka: el Juicio Final es ya tan sólo un Juicio Sumarísimo que adviene en cada momento. El paria se convierte en el muselmann del lager.
Arendt intensificó su interés por la cuestión del juicio, de la interior ley kantiana amparada tan sólo por el enigma estelar
Arendt intensificó así su interés por la cuestión del juicio, de la interior ley kantiana amparada tan sólo por el enigma estelar. Recordemos que etimológicamente el «desastre» remite a la caída de los astros. ¿Qué ocurre con el juicio en un mundo moral secularizado? Tras la polémica que desató la publicación de su reportaje sobre el proceso contra Eichmann, Arendt se vio obligada a desarrollar la cuestión de la banalidad del mal en una serie de conferencias que se publicaron muchos años más tarde y que deberían incluirse en las nuevas ediciones del libro. Responsibility and Judgement (2003) abunda en el problema y demuestra cómo Arendt estaba volviendo a la filosofía por las mismas razones que le habían llevado a abandonarla. En su última obra inconclusa, The Life of the Mind, publicada póstumamente en 1977, Arendt no llegó a empezar el último capítulo sobre la Urteilskraft, que hubiera supuesto la culminación de toda una vida dedicada a tratar de contestar la misma pregunta.
En Responsibility and Judgment, sin embargo, tenemos indicios de por dónde hubieran ido sus especulaciones. Dice allí, por ejemplo:
«Nunca se alcanza el grado moral de este asunto denominando “genocidio” a lo que sucedió o contando los millones de víctimas: el exterminio de pueblos enteros había ocurrido antes durante la antigüedad y en la moderna colonización. Ese grado se alcanza sólo cuando nos damos cuenta de que aquello ocurrió dentro del marco de un orden legal y que la clave de bóveda de esta “nueva ley” consistía en el mandamiento “Matarás”, pero no al enemigo sino a gente inocente que no era ni siquiera potencialmente peligrosa, y no por ninguna razón de necesidad sino, por el contrario, contra toda consideración militar o utilitaria».
Y también:
«Pensar, en su sentido no cognitivo ni especializado, como una necesidad natural de la vida humana, la manifestación de la diferencia dada en la conciencia, no es una prerrogativa de unos pocos sino una omnipresente facultad de todo el mundo; de la misma manera, la incapacidad para pensar no es prerrogativa de aquellos que carecen de fuerza mental sino la omnipresente posibilidad que todo el mundo tiene –científicos, eruditos, sin excluir a otros especialistas en cuestiones mentales– de rechazar ese trato con uno mismo cuya posibilidad e importancia Sócrates fue el primero en descubrir».
Y concluye:
«De la incapacidad o renuencia a elegir los propios modelos o la propia compañía y de la incapacidad o renuencia para relacionarse con los otros a través del juicio, surgen los verdaderos skandala, los verdaderos escollos que la fuerza humana no puede salvar porque no fueron creados por motivos humanos ni humanamente comprensibles. Ahí estriba el horror y, al mismo tiempo, la banalidad del mal».
Durante la causa abierta contra Adolf Eichmann por el Estado de Israel, Arendt se encontró con un acusado sometido a un proceso legal que se defendía de su participación en el exterminio apelando a otra legalidad. A partir de ahí, el ejemplo público del nazi le sirvió para investigar una nueva forma de conducta que prescindía del juicio –ya Hitler había dicho que la conciencia era un invento de los judíos– y que solo por eso era capaz de causar un mal legal e infinito. Arendt entiende el juicio como la suprema ley humana, una facultad entrenada mediante la imaginación, que deviene el músculo moral por excelencia. De ahí la importancia que concede a la literatura.
Lo que ha trascendido hasta ahora del documental de Yariv Mozer y que la prensa se ha apresurado a vender como una gran revelación no parece que añada gran cosa a lo que Arendt pudo consultar en su día. Entre las frases de las cintas encontradas se destacan declaraciones de Eichmann como esta: «Yo no tenía interés por los judíos que deporté a Auschwitz. Me daba igual si están vivos o muertos. Era la orden del Reichsführer. Los judíos que podían trabajar serán enviados al trabajo y los judíos que no, deben ser enviados a la solución final. Punto». No hay ahí, como se ve, ninguna diferencia sustancial con el fenómeno de disminución moral e imaginativa que Arendt describió y que va mucho más allá de la simple distinción entre el burócrata y el asesino. Por otra parte, el depauperado imaginario de nuestra época denuncia con sus mitos aquello de lo que adolece. El documental se titula La confesión del diablo, título pueril donde los haya que no hace sino engrandecer a un idiota. (Su antisemitismo confeso no alteraría sino que confirmaría esa idiotez). Es la misma fascinación que se observa en tantas películas y novelas de tercera por el enigma de la mente de los psicópatas y los asesinos en serie, cuando ahí, a menudo, no hay absolutamente nada, por muy destructivo que sea. Como dijo la propia Arendt en una carta a Gershom Scholem: «El mal es siempre solo extremo, pero nunca radical, además de que no tiene profundidad y tampoco es diabólico. Puede devastar el mundo entero, precisamente porque sigue creciendo en la superficie como un hongo. Se trata de un desafío para el pensamiento, según creo, porque este intenta alcanzar alguna profundidad, llegar a la raíz, y en el momento en que da con el mal resulta frustrante porque no hay nada. Eso es la banalidad».
Hay un episodio de la Primera Guerra Mundial que persiguió a André Malraux hasta el final de su vida y que puede servir de contrapunto para estudiar la cuestión con mayor amplitud. Se trata de la batalla de Bolímov, librada en junio de 1915, una de las primeras veces en que los alemanes utilizaron gases venenosos para atacar al enemigo, en este caso a los rusos. Según los testimonios de los supervivientes, los soldados atacantes, al ver los terribles efectos que el gas producía, se apresuraron a intentar salvar a los soldados enemigos, un inesperado brote de solidaridad provocado por la aparición de un horror nuevo. Malraux recreó primero la escena en su novela Los nogales de Altenburg (1945), pero volvió a ella en uno de sus últimos libros, Lázaro (1974), una impresionante reflexión sobre la enfermedad y la resistencia a la muerte. Malraux dramatizó la secuencia –en su imaginación la batalla tiene lugar en Bolgako, a orillas del Vístula– desde el punto de vista de su alter ego, el comandante Berger, con un despliegue de recursos narrativos de aliento épico. La descripción de las convulsiones que sufren los rusos por efecto de los gases parecen estampas de Goya en movimiento.
También Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén, se había preguntado acerca del misterio de dos jóvenes campesinos húngaros que se negaron a colaborar con los nazis y fueron ejecutados
Malraux justificó su obsesión por ese episodio con esta reflexión: «Pocos temas hay que puedan resistir la amenaza de la muerte. En este se enfrentan la fraternidad, la muerte y esa faceta del hombre que anda hoy buscando nombre y que desde luego no se llama el individuo. El sacrificio y el Mal mantienen en él su más hondo y antiguo diálogo cristiano; tras ese ataque en el frente ruso, vinieron Verdún, la iperita de Flandes, Hitler, los campos de exterminio. […] Y si yo me he acordado de lo que viene a continuación es porque ando buscando esa zona crucial del alma en la que el Mal absoluto se opone a la fraternidad». ¿Qué había pasado, se viene a preguntar Malraux, para que esa inmediata reacción de solidaridad que detuvo una guerra se fuera destruyendo poco a poco hasta conseguir que el gas venenoso se canalizara y acabara en las duchas de las cámaras? También Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén, se había preguntado acerca del misterio de dos jóvenes campesinos húngaros que se negaron a colaborar con los nazis y fueron ejecutados por ello. ¿De qué está hecha esa facultad universal que le lleva a uno a tomar una determinada decisión y decirse a sí mismo que no quiere pasar el resto de su vida convertido en un asesino? La pregunta de Sócrates, otra vez. Lo que vio y recreó Malraux es lo contrario a la banalidad del mal.
Más allá, en fin, de la superficialidad publicitaria y periodística, la obra de Hannah Arendt en su conjunto seguirá siendo una guía imprescindible para tratar de entender qué le ha ocurrido al hombre en la modernidad. Sus preguntas nos acompañan junto a las de otros autores que empezaron a observar lo mismo. Elias Canetti, por ejemplo, sondeó la aparición de una nueva forma de relación con la muerte. Los montones de cadáveres, dijo, habían sido un espectáculo antiguo, pero los «musulmanes» –los espectros vivientes de los campos de concentración– constituían una nueva e insoportable visión. Antes Thomas Mann, en Doktor Faustus (1947), había rastreado el origen acústico del nuevo mal. El compositor Adrian Leverkühn vende su alma al diablo a cambio de renunciar a todo lo terrenal y celestial. Y ya Kafka había anunciado que una nueva vergüenza se apoderaría de la humanidad, cuando Josef K. es asesinado mientras grita «wie ein Hund!», «¡como un perro!», la beastly death de Joyce. Se entiende muy bien que Giorgio Agamben, el filósofo que con mayor ambición, rigor y competencia ha estudiado estos asuntos (véase sobre todo Lo que queda de Auschwitz (2000), tercer volumen de Homo sacer) haya calificado Eichmann en Jerusalén como «el libro más valiente y desmitificador sobre el problema del mal».