La banalidad del odio: ¿odia el Estado a los varones heterosexuales?
«¿No es legítimo concluir que hoy el Estado español «odia» a quienes nacieron con pene y tienen orientación heterosexual?»
Cuando alguien, como el padre Arthur Terminiello en un mitin en Chicago en 1949 proclama «matemos a todos los judíos» es fácil pensar que la libertad de expresión, importante derecho donde los haya, también tiene límites. Por ejemplo el que proscribe incitar a la violencia de manera tan clara como la de este sacerdote. Cuando alguien, como Marta Higueras, portavoz del partido político Recupera Madrid, acude a la Fiscalía denunciando al Ayuntamiento de Madrid por la comisión de un delito de odio por no haber colgado la bandera arcoíris en el Ayuntamiento de Madrid, es fácil pensar que el odio se ha banalizado, por usar una vez más el manido parafraseo arendtiano.
¿Cómo es posible pensar que un Ayuntamiento que literalmente permite al colectivo LGTBIQ+ campar a sus anchas durante varios días en el centro de Madrid es odiado por la omisión de un acto que, además, ha sido recientemente declarado contrario al ordenamiento jurídico por el Tribunal Supremo porque vulnera el principio de neutralidad de las administraciones públicas?
Pensaba yo en estos días en este acaecido, en el formidable escudo protector que supone el «Orgullo» – un acto de justa reivindicación y remembranza en sus orígenes que desde hace años es esencialmente un fabuloso festín de formidable rentabilidad económica y turística rodeado de licencias y privilegios sin cuento- y la munición política que sus preparativos o desarrollo representa siempre contra los de siempre: ni contigo ni sin ti tiene «la derecha remedio». O las derechas, como se dice ahora, que ya saben que son una, dupla o trina según convenga.
«El Orgullo fue un acto de justa reivindicación y remembranza en sus orígenes que desde hace años es esencialmente un fabuloso festín de formidable rentabilidad económica y turística rodeado de licencias y privilegios sin cuento»
Y pensaba si en esta banalización del odio no sólo hemos agotado ya las conductas «odiosas» que alcanzan incluso a las omisiones como la de poner o no una bandera sino a los grupos o colectivos «odiables». Probablemente sea la ejemplificación que aporta el preámbulo de la Ley catalana de igualdad de trato y no discriminación de 2020 la más completa de las referencias normativas en el mercado del odio. Allí se incluyen rasgos o circunstancias susceptibles de discriminación como por ejemplo el fenotipo, el «sentido de pertenencia» a grupo étnico (reparen: no ya la pertenencia, sino el sentido de pertenencia), o el estado serológico; y entre las fobias la «anormalofobia» o la «bifobia». Lo resumo mucho; en todo caso se incluye en ese proemio una cláusula de cierre que reza: «[erradicar] cualquier otra expresión que atente contra la igualdad y la dignidad de las personas».
¿Y la condición de ser varón y heterosexual?
Si uno atiende a un entramado normativo-institucional que incluye un tipo penal que permite castigar más a los hombres por el hecho de ser hombres en los supuestos leves de la violencia de género; si lee o escucha algunas justificaciones expresas que se hacen de determinadas leyes, un odio basado en la presunción no derrotable de que los hombres nacemos machistas y eso «explica la violencia de género» y justifica la asimetría penal, o el castigo a los discursos «negacionistas» de ese fenómeno; si uno comprueba cómo se ejerce el poder discrecional de indultar a las madres maltratadoras y las razones que públicamente se esgrimen para ello; si comprueba cómo se razona «con perspectiva de género» en el ámbito de la prueba de los hechos por parte de los tribunales; si certifica la opacidad institucional, el apagón informativo de los datos refutatorios – lean en estas mismas páginas el artículo de Marcos Ondarra en el que narra la pugna de la senadora Cristina Ayala por conocer los datos oficiales de filicidios en España desagregados por sexo; si lee que «por decreto» se excluyen determinadas hipótesis o conjeturas (el síndrome de alienación parental) o se construyen otras con escaso respaldo y de manera sesgada (la violencia vicaria unidireccional); si uno, al fin, constata la prohibición institucional de ciertas expresiones, argumentos o dudas dirigidas a cuestionar toda esa arquitectura o normativa institucional dirigida a proteger a las minorías bajo la consideración de «odiosas» ¿no es legítimo concluir que hoy el Estado español «odia», es decir contribuye a minar la igual consideración y respeto, a quienes nacieron con pene y tienen orientación heterosexual?
Nos falta, eso sí, una buena etiqueta para la correspondiente «fobia». Me debato entre «cuñadofobia» o «señorofobia».
¿Qué les parece?