Fresquitos y fresquitas
«El varón ibérico conservador en el vestir no debería asociar la sandalia con decadencia moral»
Lo que más deseamos en estos días es estar fresquitos, así en diminutivo, que es como solemos decirlo. Este objetivo aparentemente sencillo se ha convertido en una quimera cada vez más difícil de alcanzar. Las mujeres llevamos cierta ventaja en la obtención de frescor gracias a los vestiditos de algodón, omnipresentes en las tiendas de ropa femenina. El vestidito de algodón floreado es el invento estival más valioso en los países del Sur de Europa, tanto es así que deberían incluirlo en la lista de bienes patrimonio de la humanidad de la UNESCO. El susodicho vestidito nos permite llevar a cabo las tareas vitales básicas sin sofocos, es decir, impide que nos suceda lo que a Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, que mató a un hombre en la playa alegando como único motivo el calor sofocante.
De rodillas hacia arriba tenemos el vestidito, el único invento textil que nos evita la sensación de estar envueltas en unos cortinajes de cretona, y, para los pies, ahí están las sandalias, que también facilitan nuestra cotidianidad entre mayo y septiembre desde los tiempos del emperador Augusto.
Y mientras nos relacionamos de tú a tú con la poca brisa que corre, somos ajenas a ese gran número de varones peninsulares (¿debería incluir a los de las islas?) que se asan de calor en sus veraneos por exceso de vestimenta, ya sea debido a sus obligaciones laborales o a razones de etiqueta.
El debate acerca del mangalarguismo frente al mangacortismo ya es viejo: en periodismo, lo de hace más de un mes equivale al Paleolítico inferior. Tuvo lugar en este mismo medio y lo inauguró el brillante José Antonio Montano, acérrimo mangacortista que aboga por el fresquito y describe las mangas largas hechas un rollito como «infame aleteo de grajos en los alrededores del codo» (¡qué belleza!). Lo continuaron Manuel Arias Maldonado, también a favor de la manga corta en la camisa, y otros como Ignacio Vidal-Folch, cuyos argumentos están en las antípodas de los dos primeros autores citados.
«El mangalarguista es, al mismo tiempo, un ser de pie tan blindado como una tanqueta de Prosegur»
En mi opinión modesta de mujer militante del traje de algodón estampado, creo que esa renuncia a estar fresquitos de brazo por parte de muchos varones lleva aparejada cierta animadversión hacia la sandalia. El mangalarguista es, al mismo tiempo, un ser de pie tan blindado como una tanqueta de Prosegur. Si acaso se permitirá vestir calcetines tobilleros, pero solamente si los lleva con bermudas, prenda que tampoco tengo claro que vista con naturalidad.
«Calzar sandalias implica gozar de un talante respetuoso y flexible. Quien expone al mundo sus pies, rara vez impolutos, le concede al prójimo el permiso a asomarse a sus vergüenzas y debilidades»
¿Por qué me empeño aquí en que nuestros hombres opten por la sandalia y saquen a sus pies del cautiverio al que los someten? Pues porque a mi juicio –llámenlo provocación– calzar sandalias implica gozar de un talante respetuoso y flexible. Quien expone al mundo sus pies, rara vez impolutos, le concede al prójimo el permiso de asomarse a sus vergüenzas y debilidades en forma de durezas, de dedo en martillo, de callo o de talón agrietado, si me perdonan la enumeración de atrocidades podales.
Comprendo que quienes tengan a gala ser los gentlemen de por aquí detesten el sonido del velcro de ciertas sandalias, ese «rijjssch» desagradable y sin embargo facilitador de tareas (a menores esfuerzos físicos, menos sudores: recordemos esto), pero creo que ha llegado el momento de aceptar que la elegancia es incompatible con la supervivencia. El varón ibérico conservador en el vestir no debería asociar la sandalia con decadencia moral, al igual que no es de recibo tomar a alguien por delincuente solo por su fisonomía.
Supongo que esa pulsión por cubrirse gran parte del cuerpo es característica sobre todo de la población del anillo interior de la península, que en verano se parece tanto a uno de los círculos dantescos, y no precisamente de los del Paraíso. Lo supone una hija de señor excéntrico que iba a la playa con su traje milrayas (eran otros tiempos, finales de los ochenta, cuando mi señor padre de avanzada edad aún se paseaba por Alicante vestido como si pisase la Croisette de Cannes). Por haber vivido de cerca esos autoboicots paternos, insto a los hombres más libres de este país a llevar a cabo la labor de convertir a esos otros caballeros que temen mostrar el pie. Comprendo que les asuste recibir, en el infierno de ultratumba, penosos castigos por las faltas de etiqueta cometidas durante sus años en la tierra, pero en el infierno climatológico de aquí arriba (presupongo que el averno queda en un sótano) se ahorrarán muchos malestares. Anímense.