¿Una clase en extinción?
«El declive de la clase media es peor que los incendios o el cambio climático o las energías, sean renovables o de toda la vida»
En Gran Bretaña el término middle class es despreciativo; en España la clase media fue una aspiración y un logro. Fue una aspiración de la República y de la Institución Libre de Enseñanza y un logro económico de los Planes de Desarrollo del franquismo. Donde fracasó la República en el intento de afianzar una clase media urbana –no tuvo tiempo– triunfó el franquismo con López Rodó de artífice en bicicleta y misa diaria. Y la clase media se extendió no sólo en las ciudades –también en el campo– y el acceso a la universidad pública –con unas tasas académicas, si lo pensamos ahora, irrisorias– fue la plataforma de despegue y propagación de esa clase social. Con sus taras y defectos, que los tiene y bastantes, pero también con sus virtudes: de ella salen la mayoría de profesionales, artistas y funcionarios y es ella la que da estabilidad a una sociedad. De hecho no hay democracia posible sin una clase media consolidada y una vez lo estuvo en España, una de sus consecuencias fue la instauración de un sistema democrático como modo de relación entre ciudadanos. Democracia y Pacto Social.
Pero entre el despreciativo middle class británico y la clase media española había, en principio, un abismo. En el término middle class como insulto se encuentra la masificación y la falta de criterio, supuesta o real. Poco importa que sea esa middle class la que sostiene la corona en Gran Bretaña, o la idea misma de su pasado imperial, o la mitología –literaria en tantos casos– de la aristocracia inglesa y sus caballos y sus casas de campo y el gusto por la estética Brideshead o los relatos tipo Downton Abbey. Los Ropper en su sala de estar o fuera de ella son middle class y los Ropper en su sala de estar o fuera de ella aún sueñan con la gloria del imperio en las imágenes de sus tazas de té compradas en Oxford Street y se consuelan con el Brexit, creyéndolo ‘stupendo’ y el meñique alzado.
Si la clase media británica surgió de entre los vapores de la revolución industrial, la nuestra lo hizo a destiempo y con una aspiración de mejoras de todo tipo: también la del saber. Pero con la memoria de la austeridad grabada en la memoria genética. Ambas cosas le otorgaron un cierto –repito, cierto– señorío y una diversidad enriquecedora que se han ido perdiendo a través de su masificación y la consecuencia inevitable de acabar como la británica –vía culturización popular norteamericana y omnipresencia televisiva– o extinguirse como tal. Lo que provocaría una potente desestabilización social y en el horizonte el adelgazamiento –como mínimo el adelgazamiento– de las democracias, cuando no su desaparición. Y escribo esto con el deseo de ya no estar por aquí si llegara a ocurrir: no me despierta ni la curiosidad del cronista.
La preocupación no es española solamente: en Francia y en Italia –y supongo que en Alemania a partir del frío invernal sin gas ruso si llega a suceder– también está ocurriendo y se analiza como uno de los fenómenos más preocupantes del momento. Su declive es peor que los incendios o el cambio climático o las energías, sean renovables o de toda la vida. Se establecen comparativas con la República de Weimar y se contempla la eclosión de los populismos –un eufemismo para no hablar de criptocomunismo, criptofascismo y nacionalismo– como el posible refugio futuro de la clase media en una sociedad que la está dejando tirada después de haber cargado con la mayor fiscalidad habida y la estabilidad de sus naciones.
«La clase media empieza a estar atemorizada –y eso es muy malo– y se queda quieta y fundida con la tierra como el conejo al caer la tarde cuando oye un chasquido repentino»
Ciertamente no es un panorama alentador y eso que aún parece –sólo parece– encontrarse en un estado larvario. Pero su gran mengua adquisitiva –que es real desde la crisis del 2008– y su hipotética extinción, que sería una consecuencia natural en una época donde apenas hay espacio ya no digo para el progreso, sino para el respiro, no tiene aspecto de larva. Casi quince años no son poco, aunque hayan pasado deprisa: dañan a fondo. Y como la debilidad es algo que ventean con precisión los que más alto están en la escala de Darwin, todos ya pescan a río revuelto. La clase media empieza a estar atemorizada –y eso es muy malo– y se queda quieta y fundida con la tierra como el conejo al caer la tarde cuando oye un chasquido repentino. Chasquido que no es más que el golpecillo de la uña del cazador contra el cañón de la escopeta, antes de disparar.