Afganistán regresa al pasado
«La reconquista de Afganistán por los talibanes abrió paso a la fuerte posibilidad de que el país se convirtiera otra vez en un santuario para grupos terroristas»
Los mejores escondites son los que se encuentran a la vista de todos. Y, a primera vista, el liderazgo de al-Qaeda llevó este adagio al paroxismo: a Osama Bin Laden lo mataron en 2011 mientras vivía plácidamente en un chalé al lado de una academia militar paquistaní; a Ayman al Zawahiri, su sucesor, lo eliminaron el pasado domingo cuando tomaba el sol en el balcón de su casa ubicada en un barrio exclusivo de la capital afgana.
En realidad, los escondites de Bin Laden y Zawahiri no han sido fruto de soberbia atrevida, sino una evidencia de la tradicional complicidad de Pakistán y de los talibanes con al-Qaeda. A uno no le hace falta esconderse mucho cuando se encuentra consolado bajo la protección de su casero: no será coincidencia que, según informaciones disponibles, Zawahiri se haya mudado al edificio donde finalmente murió tras la desastrada – y desastrosa – retirada de las fuerzas militares occidentales durante el verano pasado y la subsecuente toma de poder por parte de los talibanes. En el caso de que esto sí suene a casualidad, añaden las mismas informaciones, que el inmueble podría pertenecer al ministro de Interior del Gobierno afgano, destacado miembro de la red Haqqani, un grupo paramilitar fundamentalista que desde mediados de los años 90 se encuentra en el centro de la relación entre el grupo yihadista y los talibanes.
Sobró ingenuidad en los análisis producidos hace tan solo un año, cuando las botas americanas abandonaban Afganistán. Argumentaban que el nuevo contexto internacional marcado por un presidente de los EE UU humanista y dialogante, así como las dificultades presupuestarias del Estado afgano – que requieren inversión extranjera y apoyo humanitario urgentes –, distanciarían a los talibanes de al-Qaeda. El zeitgeist y la necesidad se impondrían al fundamentalismo. Por lo tanto, las circunstancias obligarían a los nuevos titulares del poder político en Kabul a romper un vínculo cercano y firme iniciado hace más de 20 años.
«Según los acuerdos de Doha, firmados en Washington en 2020, Afganistán se comprometía a no cooperar con con grupos terroristas»
Así, el optimismo vigente garantizaba que se respetarían los términos de los acuerdos de Doha, firmados con Washington en 2020, según los cuales «la República Islámica de Afganistán reafirma su compromiso continuo de no cooperar con grupos terroristas internacionales o individuos que los recluten, entrenen, recauden fondos (incluso a través de la producción o distribución de narcóticos), transiten por Afganistán o hagan uso indebido de sus documentos de viaje reconocidos internacionalmente, o realizar otras actividades de apoyo en Afganistán y no las albergará». Todo sea por albergar, vaya.
Esta benevolencia tiene explicación. Por una parte, hay una izquierda incapaz de ver a barbudos con ametralladoras en las manos –sobre todo si animados por narrativas victimistas– sin recuperar la imagen romantizada de Che Guevara. Por otra parte, muchos observadores fueron dominados por una esperanza absoluta –y pueril–, el discurso de Joe Biden: ser el anti-Trump era argumento suficiente para validar sus opciones estratégicas. A unos, la ceguera les impidió ver la verdadera naturaleza de los talibanes; a otros la fe en la nueva Administración americana les embotó la comprensión de las dinámicas del poder local.
«Un informe de la ONU, de mayo de 2020, aseveraba que la vieja relación entre talibanes y al-Qaeda se mantenía estrecha»
Sin embargo, el escaso valor del compromiso contraído era evidente. Un informe de Naciones Unidas fechado en mayo de 2020 no solo aseveraba que la vieja relación entre talibanes y al-Qaeda se mantenía estrecha, como daba cuenta de que la organización yihadista disponía de presencia significativa en 14 de las 34 provincias afganas. Refería también una reunión en febrero de ese mismo año entre Ayman al Zawahiri y la mentada red Haqqani para que al-Qaeda se pronunciase sobre los términos del acuerdo a firmar por los talibanes en Doha. Serán fundamentalistas beligerantes, gente de una brutalidad medieval, pero hay que reconocer el celo talibán al observar los deberes de cortesía para con los buenos amigos.
Aunando lo que ya se sabía al hecho de que Zawahiri se encontrara cómodamente en la capital afgana, no será abusivo concluir que, al contrario de lo defendido por los optimistas, la reconquista de Afganistán por parte de los talibanes abrió paso a la fuerte posibilidad de que el país se conviertiera otra vez en un santuario para grupos terroristas. Una suerte de regreso a ese pasado que desembocó en los atentados del 11S, reiteración que tiene más de tragedia que de farsa.
El presidente Biden describió la operación que mató al líder de al-Qaeda como un éxito, pero es una es una vitoria agria, porque destapa un fracaso con efectos duraderos: el caos labrado por la retirada militar. Primero, la forma como se llevó a cabo la operación dañó la fiabilidad de Washington como socio internacional. Recordemos que la salida de tropas fue una decisión unilateral, un mal trago para quienes esperaban un nuevo afán multilateralista con Biden después de la etapa de egotismo truculento de Trump. Segundo, ofreció a los talibanes un laurel narrativo, ya que pueden alegar que su guerra de desgaste venció la Unión Soviética en los años 80 y, ahora, a EEUU. Y, por fin, el futuro de al-Qaeda depende menos de un solo líder y más de tener un espacio físico donde reconstruirse. Necesita adquirir la capacidad organizativa y operacional que permita nuevas acciones terroristas, algo que la lealtad talibán ofrece y la retirada militar simplificó.