Robespierre, o del patriotismo como una virtud republicana
«El patriotismo iguala a todos los individuos al apelar a lo que de más común tienen todos los ciudadanos: el territorio compartido. El patriotismo es la defensa de ese territorio común y de su integridad»
La “patria”, como “tierra de los padres”, originariamente tiene que ver con la apropiación duradera (transgeneracional) de un territorio y su redistribución, a título de propiedad (patrimonio), entre algunos de sus miembros (o, en el límite, entre todos). La patria es, en principio, la tierra de la que se apropiaron nuestros ancestros (bajo alguna forma de sociedad política) para la explotación de sus recursos y el sostenimiento de su forma de vida. La apropiación sería imposible si la sociedad que la realiza no estuviera también dispuesta, articulada ya en forma de Estado, a defender “su territorio” -violentamente si fuera necesario- frente a otros pretendientes internos o externos. Sólo así podría garantizar los derechos de herencia de sus hijos, esto es, su recurrencia en las siguientes generaciones. Y es que, por decirlo con Spinoza, “solo el poder del Estado, que hace valedera toda voluntad, hace que cada uno sea el dueño de sus propios bienes” (Tratado político, ed. Alianza, p. 204)
La percepción de España como patria común de los españoles, en este sentido, se remonta a los momentos en los que se constituye como Nación histórica española (desde el siglo XIV se habla de “patria” en dicho sentido y en referencia a España, así lo harán Cervantes, Quevedo, etc). Hablar, pues, de “patriotismo constitucional”, como quieren algunos, es un reduccionismo que pretende circunscribir la patria a la constitución jurídica, cuando la patria, identificada contemporáneamente con la Nación, es base de la constitución jurídica (y no al revés). La Nación en sentido canónico, con su territorio y población, así como con su historia (mapa, censo y museo, por mencionar la triada institucional de Anderson), es hoy la Patria grande (distinta de la “patria chica” o “tierra”, que se mueve en un ámbito regional o comarcal). En la misma Constitución española vigente, art. 2, podemos leer: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.
Y es que una de las primeras consecuencias de la transformación que implica convertir a la Nación en el titular de la soberanía, frente al rey, es que la patria, el territorio, pasa a quedar en manos de la Nación (es lo que Bueno ha llamado nación política). Es decir, es ahora la Nación dueña de la patria, de tal modo que, si el interés de la Nación exige disponer de la patria, tanto de hombres como de recursos, lo hará. Es la Nación la dueña del territorio común, y, precisamente, todo territorio es común en tanto que territorio nacional (y ello implica su explotación, pero también el deber ciudadano de su defensa, etc).
De hecho, ya a partir de los philosophes (ilustrados) el “amor a la patria”, será considerado como la virtud política por excelencia en una república (en contraste con el honor monárquico, y con el temor despótico). Así dice Montesquieu: “Lo que llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad [frente al privilegio estamental]. No se trata de una virtud moral ni tampoco de una virtud cristiana, sino de la virtud política. En este sentido se define como el resorte que pone en movimiento al Gobierno republicano, del mismo modo que el honor es el resorte que mueve a la monarquía” (Montesquieu Del Espíritu de las Leyes, pág. 5, ed. Tecnos). Robespierre recordará este pasaje en un discurso pronunciado en 1783, para la Academia de Arrás (en la que ingresó como miembro), y que trataba de la injusticia que suponía que la infamia de un delincuente se extendiese también a los familiares (Robespierre reivindicaba la igualdad de derechos para los hijos bastardos). En ese contexto, dirá Robespierre, “como ha demostrado el autor de El espíritu de la Leyes, el móvil principal y esencial de las repúblicas es la virtud, lo que equivale a decir la virtud política, que no es otra cosa que el amor a la patria y al país. Sus constituciones requieren que todos los intereses particulares, todas las relaciones personales, dejen paso siempre al bien general […] Un ciudadano no debe perdonar siquiera al culpable que más ame cuando el bienestar de la república exige que se le castigue” (apud. Peter McPhee, Robespierre, ed. Península, p. 82).
Una virtud, la del patriotismo, cuyo ejercicio implica precisamente la disolución de los privilegios estamentales (ligados al Antiguo Régimen), y que iguala a todos los individuos miembros de la sociedad política al apelar a lo que de más común tienen todos los ciudadanos connacionales: el territorio compartido. El patriotismo es la defensa de ese territorio común, y de su integridad. El ejercicio de los derechos políticos ya no depende de una concesión del rey, sino que cualquier nacional, por el hecho de serlo, por el hecho de haber nacido en ese territorio, está elevado a la condición de ciudadano. Esta vía ancha nacional de adquisición de derechos políticos es lo que rompe las cadenas estamentales características del Antiguo Régimen, y es que da igual la condición (estamental) en la que se nazca, lo importante, lo esencial para ser considerado ciudadano es que se nace francés, en territorio francés. Francia, ahora, es de los franceses. “Todos los hombres nacidos y domiciliados en Francia son miembros de la sociedad política, que se llama nación francesa, es decir, ciudadanos franceses […] Los derechos unidos a este título no dependen ni de la fortuna que cada uno de ellos posee, ni de la cantidad de impuesto al que está sometido, porque no es el impuesto lo que nos hace ciudadanos”, dirá Robespierre. El amor a la patria, a la nación, significa pues igualdad y lealtad al interés común, que se anteponen al privilegio y a la lealtad estamental, siempre particular (vasallática, feudal, foral, o del tipo que sea).
Es más, los “patriotas” durante la Revolución francesa (alineados en general con la izquierda jacobina) eran, precisamente, los partidarios de la república, frente al régimen monárquico constitucional de la Constitución francesa de 1791. La lealtad al territorio, al suelo nacional, a la patria, a su conservación y mantenimiento común, quedaba por encima de la lealtad a la monarquía, que, incluso, podía llegar a traicionar a la patria, como en efecto sucedió con la huida de Varennes, en junio de 1791. El rey, como ciudadano Capeto, termina siendo ejecutado cuando un tribunal, presidido por Henri Grégoire, obispo de Blois, consideró que el rey había traicionado a la nación francesa. Grégoire, que había sido el primer clérigo en firmar la Constitución civil del clero (en diciembre de 1790), propuso la abolición de la monarquía durante la primera sesión de la Convención Nacional, en septiembre de 1792. Allí el obispo de Blois pronunció su célebre frase: “los reyes son a la moralidad lo que los monstruos a la naturaleza”. Durante el proceso a Luis XVI se producirá la apoteosis del patriotismo como virtud republicana consagrándose la idea de la incompatibilidad entre la monarquía absolutista y la patria nacional, y así, dirá Robespierre, ante ese tribunal, “lamento pronunciar esta fatal verdad, pero Luis debe morir, porque es preciso que la patria viva”. Saint-Just, allí mismo, aún dará una vuelta de tuerca más diciendo aquello de que “no es posible reinar sin ser culpable”, y es que, según él, “todo rey es un rebelde o un usurpador”. Monarquía y patria se vuelven aquí dioscúricas: la mera existencia de la monarquía niega la patria, y si hay patria es que no puede haber monarquía.
En términos más generales, de nuevo Robespierre, dará con la fórmula de lo que significa el que sea la Nación la plataforma para la adquisición de los derechos políticos, y que abre una nueva edad en la Historia, la edad contemporánea: “Todos los ciudadanos, sean quienes sean, tienen derecho a aspirar a todos los grados de representación […] todo privilegio, toda distinción, toda excepción debe desaparecer. La constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el derecho de contribuir a la ley por la cual está obligado, y a la administración de la cosa pública, que es suya. Si no, no es verdad que los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudadano”.
Y es que, desde entonces, vivimos en los tiempos de Robespierre.