THE OBJECTIVE
Javier Santamarta

Felipe II el Fiestero

«A nadie hacía Felipe II el feo de no contestar a su brindis. Que no se diga de uno de Valladolid, hombre. ¡Vaya que si bebía!»

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Felipe II el Fiestero

Felipe II era un pachanguero. Hora es ya de que se sepa. Un balarrasa. Un juerguista. ¡Un auténtico calavera, oigan! Que sí que sí. Que mucho aparecer de negro en los cuadros de Sofonisba de Anguissola, y con cara de esas que nos hacían poner a los de la generación EGB cuando tocaba la foto anual del cole, pero es hora de desmontar un mito. ¡A don Felipe de Austria le gustaba más un sarao que a Pocholo! Vaya que si le gustaban. Y desde príncipe. Que es cosa sabida y narrada en las crónicas de la época, que cuando su padre el emperador Carlos, le mandara de Erasmus por Europa (¡tres años que se tiró el tío por varios países nada menos!), allá donde llegaba no se perdía un fasto como si no hubiera un mañana. Ya sabemos que parece que es un topicazo habitual el que en aquellos reinos españoles ya se andaba dándole al baile y cante jondo como si fuera toda la Península algo así como el famoso Corral de la Morería. Razón por la que nos tuvimos que dar a la tila cualquier amante de la Historia cuando en la serie de televisión The White Princess vimos a Catalina de Aragón bailando una especie de flamenco delante de los Reyes Católicos hispanos y de los anglos Enrique VII e Isabel de York. De coña.

Lo que me hace recordar, por cierto, la teoría expuesta por Felipe Pedrell en su Cancionero Musical Popular Español, de que el mencionado baile que siempre tenemos en España relacionado en Andalucía, y fuera de nuestras fronteras como el baile definitorio de España, tiene cierta responsabilidad el citado padre de don Felipe, el rey Carlos I. El cuál, al llegar a estas tierras, se montaron fiestas y saraos, donde había que «bailar al flamenco», por referencia al que había nacido en Gantes. Esto es, en Flandes. Y de esa expresión y de algunos de los bailes que se mostraron con la ocasión del recién llegado, acabaría la cosa dando nombre a lo que no tenía, y que había llegado a España posiblemente de la mano de los denominados egipcianos, sobre el 1425. Mezclándose así con otros bailes como la seguidilla manchega, o como luego lo harían bailes con aires indianos y africanos como la zarabanda. La verdad es que la teoría tiene su gracia, è se non è vero…

Pero volvamos al Rey Prudente. Al austero morador del palacio-monasterio de San Lorenzo del Escorial (cómo él lo escribía, sin separación entre preposición y artículo como ahora se hace). Si en total en la vida de don Felipe estaría viviendo ocho años principalmente por los Países Bajos, Alemania e Inglaterra, el conocido como Felicísimo viaje ya mencionamos que serían tres de estos. Y al margen de que le sirviera para tener buenos tratos con aliados protestantes (sí, ha leído bien: protestantes), como Mauricio de Sajonia, también lo fue para ir aprehendiendo en sus visitas a las ciudades, sobre la poliorcética y el arte de las fortalezas y castillos. Pero además, una parte muy importante era la de socializar, y también el de tener momentos en que romper el protocolo y la etiqueta. La excusa de la llegada del príncipe de España, era la mejor ocasión para organizar fastos que incluyeran partidas de caza, pero también torneos, justas y, cómo no, banquetes con bailes. Bailes que no podían faltar en las veladas que se organizaban.

En todo acto gustaba de participar don Felipe. En la caza, pero también en los torneos. Su séquito se preocupaba más a la hora de dar la talla en los festines que se realizaban, pues según llega a comentar un cronista que lo acompañaba, los hábitos de consumo de alcohol de los alemanes eran pelín por encima de la media. ¡Cosa del frío, imagino! Y aspecto que no ha cambiado especialmente hoy en día. Aunque la bebida más habitual, aparte de los aguardientes, no era aún la cerveza, sino el vino (o lo que estos herejes pueden llamar vino, entendámonos). De este modo, se puede leer en la crónica de Vicente Álvarez, Relation du beau voyage que fit aux Pays-Bas, en 1548, le prince Philippe d’Espagne, que el darse a contestar todos los brindis que le hacían «eso fue peligroso, puesto que Su Alteza no se hallaba acostumbrado a estas prácticas». Sobre todo porque para nada hacía el feo, faltara o faltase, ¡y bebía! Que no se diga de uno de Valladolid, hombre. ¡Vaya que si bebía!

El caso es que le encantaba participar incluso en bailes de máscaras, y al parecer el baile se le daba muy bien a don Felipe. Uno de tantos encantos que deslumbró a su mujer María Tudor en su época como rey de Inglaterra. No dejaremos de señalar que, en cualquier caso, jamás dejaba de lado la parte de trabajo que correspondía, y que tras algún sarao de los gordos, gustaba de cenar al día siguiente si era posible, o cuando no tuviera compromiso, solo en sus aposentos. Cosa que pudo darle fama de taciturno, aunque más bien creo que es de hombre sabio que sabe correr largas distancias. Que hasta para ser fiestero hay que saber cómo parar y coger fuerzas.

Si sería moderno don Felipe, que siendo joven en estos viajes también gustaba de jugar partidas de rol. No había aún reglamento del D&D, pero sí que se usaban como reglamento los libros de caballería. ¡Nada más lógico! Como la partida que se echó en el castillo de Binche, en Valonia, jugando al Amadís de Gaula, con otros caballeros contra los que tuvo que superar varios obstáculos para llegar a la victoria, que no era otra que acceder el primero a la Torre Oscura. ¿Qué? ¿Se creían ustedes muy modernos? ¡Pues que vean que el gran Felipe II fue todo un adelantado! Hasta en casarse de blanco. Su mujer, no. ¡Él! Fue en la boda con María Manuela de Portugal en Salamanca, a la que llegó el novio, según nos narran, «vestido todo de raso blanco», pegándose un bodorrio previo con bailes que llevaría a que el Arzobispo de Toledo no pudo darles las bendiciones… ¡hasta las cuatro de la madrugada! En suma, don Felipe en Finlandia, y con la tan ahora de moda primera ministra Sanna Marin, me da que hasta se hubiera aburrido. ¡Ya ven!

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