Que pasen cosas
No somos capaces de admirar algo que no sea impactante y, sobre todo, que no se nos presente como tal; y necesitamos que pasen cosas, cuantas más mejor, y que todas ellas nos sorprendan de algún modo
Denuncio muchas veces aquí los males que afligen al hombre contemporáneo, y mucho me temo que a veces da la sensación de que lo hago desde una atalaya, como si yo fuese inmune a ellos. Eso, claro, sólo ocurre en mis columnas: cualquiera que conviva conmigo sabe que los padezco, a veces exageradamente, y eso más o menos he venido a contar hoy. Como si me estuviese confesando.
Resulta que hace no tanto he empezado a hacer caso a algunos de mis amigos cinéfilos —Juan Manuel de Prada, David Arias, Gonzalo Capilla y otros tantos— y he comenzado a ver películas que a ellos les entusiasman. Empecé por El hombre tranquilo, a la que le siguieron Por un puñado de dólares y El bueno, el feo y el malo. Lo intenté también con El apartamento, pero los cinco primeros minutos se me hicieron horas. Y en todas excepto la última me pasó un poco como a Huysmans cuando aun sin tener fe se dejó conmover por la misa tridentina: pude intuir que eran buenas, hasta buenísimas, pero no logré entusiasmarme.
El motivo, creo, es evidente: en tanto que hombre contemporáneo, yo buscaba en esas películas un golpe de efecto, algo así como un estribillo de canción pop, y ese estribillo no parecía llegar nunca. Quería que pasasen cosas, muchas cosas que me mantuviesen atento, metido en la película. Algo de intriga, no sé. Pero nada. Sólo veía escenas lentas, largas, con música a veces y otras con un diálogo pausado, más propensas a la contemplación que a la excitación; y la mayoría de las veces, harto de esperar mi estribillo, terminaba revisando Instagram o contestando aquellos mensajes que —¡perdón!— había dejado sin respuesta. Luego, cuando la película terminaba, me quedaba con la sensación de no haberla visto del todo y de que era buena, sí, pero me había aburrido un poco.
Esto es más o menos a lo que nos ha llevado la vida contemporánea, que es frenética, que es esclava de la inmediatez. No somos capaces de admirar algo que no sea impactante y, sobre todo, que no se nos presente como tal; y necesitamos que pasen cosas, cuantas más mejor, y que todas ellas nos sorprendan de algún modo.
O eso o soy un analfabeto cinematográfico: no se me ocurre otra opción.