El difícil acceso a la cultura
«Que la burocracia del ministerio sea incapaz de suplir la falta de personal o de mantener unos horarios razonables no le haga caer en el desaliento»
Los fines de semana miles de madrileños, y turistas, se agolpan en los museos. Visitan alguna de las exposiciones de la muy variada oferta cultural de la ciudad. Cuando uno va más allá de los buques insignia que son El Prado o el Reina Sofía, de la milla de oro que exhibimos orgullosos al mundo, se encuentra con una realidad más prosaica y menos deslumbrante.
Me refiero a los pequeños museos, esos caserones recónditos, rebosantes de joyas del arte, escondidos en los recovecos de la historia, oasis entre los inhóspitos bloques de hormigón de la ciudad. Hablo del Museo del Romanticismo, del Museo Cerralbo, o del Museo Sorolla, los tres dependientes del Ministerio de Cultura. Por poner sólo tres ejemplos.
La pasada semana, acompañado de un buen amigo, acudí a última hora de la tarde al Museo del Romanticismo. Tenía especial ilusión en mostrarle todo lo relacionado con Larra y, muy en especial la pistola con la que se suicidó. No fue posible porque la mitad del museo estaba cerrado al público. La pistola de Larra, morbosos que somos, es al Museo del Romanticismo lo que Las Meninas al Prado, el Guernica al Reina Sofía o la Gioconda al Louvre.
Ya en la recepción, nos advirtieron de que solo se podía visitar la mitad del museo, casualmente la mitad en la que reposan las reliquias de Larra. «¿Reformas?», preguntamos. No, falta de personal. «Deberíamos ser 14 y somos siete y no nos mandan gente», explican los funcionarios a quien quiera oírles. A última hora de la tarde, no llegábamos a diez los visitantes al museo.
Todo lo contrario ocurría el sábado en el Museo Cerralbo. La cola a la una de la tarde la conformábamos unas cien personas (Me cuentan que otro tanto ocurría a la misma hora en el Museo Sorolla). Una funcionaria marcaba, a ojo de buen cubero, el límite de los que creía que podríamos entrar antes de la hora límite en la que se admiten visitantes, las dos, pese a que la hora de cierre anunciada son las tres. Los horarios del museo son leoninos. Los sábados por la tarde, igual que el resto de tardes de la semana, salvo la del jueves, permanece cerrado. Vistas las colas, la oferta no se corresponde con la demanda. ¿No sería mejor que en vez de tres euros cobraran cuatro, o cinco, y ampliaran las horas de apertura?
«Los pequeños museos son la cenicienta de los grandes templos del arte. Todo son inconvenientes»
Preguntamos cómo siendo así no había venta anticipada de entradas por internet, como en la gran mayoría de los museos del mundo. De esa forma, los visitantes acudirían con una hora reservada, no tendrían que hacer colas, y, lo que es más frustrante, no esperarían una hora de pie para finalmente no poder entrar. La respuesta fue que se está planteando pero que por problemas informáticos aún no es posible. Habíamos tropezado con el gran hueso de nuestra época: la digitalización.
Los pequeños museos son la cenicienta de los grandes templos del arte. Todo son inconvenientes. ¿Folletos? «Se nos han acabado, espere a ver si encuentro uno en inglés». ¿Un lugar donde sentarse, por favor? Afortunadamente el amable vigilante cede su silla cuando las piernas fallan. Resulta inevitable recordar los museos por ejemplo de París, donde se ofrecen unas sillas plegables del tamaño de un paraguas, a la vez bastón y asiento, con las que uno realiza la visita y puede sentarse allá donde le plazca.
Se nos llena la boca con la idea de facilitar el acceso a la cultura, poner las cosas fáciles a todos aquellos que deseen acercarse a ella, derribar barreras para aquellos con «necesidades especiales». Pero no. Por lo que se ve, todavía nos pesa la herencia de la España de los funcionarios descritos por Larra, la España del vuelva usted mañana, la España de la cultura es un lujo para una minoría.
Eso sí, pese a todo, no deje de intentarlo. Que la burocracia del Ministerio de Cultura sea incapaz de suplir la falta de personal, de mantener unos horarios de apertura razonables, o de facilitar unas comodidades mínimas a quienes las necesitan no le haga caer en el desaliento. Tanto el Museo del Romanticismo como el Cerralbo o el Sorolla son joyas únicas, la más enriquecedora experiencia de la que uno puede disfrutar en su tiempo libre. Pero el arte ha de disfrutarse en una condiciones mínimas de comodidad. Si ver un museo constituye un suplicio, se convierte en una experiencia desagradable, señor Iceta, y estará contribuyendo usted a alejarnos de la cultura que tanto necesitamos en estos tiempos tan agrestes.