Una nueva forma de concebir la política
Sufriríamos menos nos distanciáramos de la política, si la contempláramos como espectáculo, si viéramos las disputas entre las facciones con la indiferencia con la que vemos la película elegida para conciliar el sueño.
El otro día escribía sobre el abstencionista, un tipo humano desesperanzado, indiferente a las promesas y tendente al pesimismo. En política tiene su antítesis, el entusiasta, ese hombre que deposita sus esperanzas en un partido político. Reverencia a sus líderes, acude a los actos y consume su merchandising: luce jactancioso pin, pulsera y camiseta. Se toma muy en serio el quehacer de los políticos, defiende ceremonioso sus propuestas. Piensa que Santiago Abascal, Núñez Feijóo, ¡Errejón!, cambiarán España e incluso el mundo cuando gobiernen. El drama que es la historia trocará entonces en comedia. Seguirá habiendo sufrimiento, claro, «¡no seamos ingenuos!», pero semejará el zumbido de un mosquito, tan molesto como sobrellevable.
Al menos el abstencionista está vacunado contra el desengaño. Nada le defrauda porque nada espera. El entusiasta, en cambio, es carne de decepción. La realidad nunca estará a la altura de sus fantasías, de los castillos que ha erguido en el aire. Paladeará el veneno de la desolación cuando el político al que ha entregado su alma incurra en los mismos vicios que sus predecesores, cuando habiendo prometido A haga B y recurra impúdicamente a Bruselas, a los mandatos de esa etérea burocracia, para justificarse. O cuando el cambio que él esperaba drástico, rotundo, incontestable sólo sea discreto, sutil, vaporoso. Probablemente disimule su desilusión, preserve una fidelidad aparente al partido político que ha jugado con sus esperanzas, pero estará devastado por dentro, sus entrañas habrán cobrado los contornos de un erial.
Por eso yo, sensible a los sufrimientos de unos y otros, propongo una nueva forma de relacionarnos con la política de partidos: tomárnosla a broma, despojarla de la gravedad de la que los periodistas la han investido. Creo que penaríamos menos si rehuyéramos el pesimismo desencantado del abstencionista y, por supuesto, el optimismo ingenuo del entusiasta. Si nos distanciáramos de la política, si la contempláramos como espectáculo, si viéramos las disputas entre las facciones con la indiferencia con la que vemos la película elegida para conciliar el sueño. Se trataría de reservar la esperanza y la indignación a fenómenos más dignos de ellas, de desentendernos de lo que en rigor no depende de nosotros, la política, y preocuparnos por lo que sí: nuestra vida y la de nuestros allegados.
Esta actitud es ventajosa en cualquier caso. Si el político gobierna como lo hace habitualmente ―o sea, mal, para sí y no para el pueblo―, no nos decepcionará porque eso es más o menos lo que esperábamos. Si, en cambio, vence sus impulsos y termina gobernando como Dios manda, nosotros lo celebraremos como un milagro, chin-chin, le daremos las gracias y alcanzaremos la común convicción de que, al fin y al cabo, el mundo es un lugar menos inhóspito de lo que creíamos.