Contra el minarquismo
Hablar de «minarquismo» es un modo retórico de hablar, porque si el Estado conserva los poderes de hacer las leyes, del monopolio de la violencia, etc, como contempla el minarquista, el Estado de «mínimo» no tiene nada
En líneas generales, al abordar temas políticos se suele partir de una distinción absolutamente ideológica, en la medida en que no tiene fundamento in re, pero que se asume como si fuera una evidencia axiomática, manifestación de un indiscutible sentido común, y es la distinción entre la sociedad civil y el Estado. Una sociedad civil articulada por la empresa, como artífice del negocio, y la familia, como artífice de la generación, y que tienen una vida independiente del Estado, que es la institucionalización que encarna la vida política.
Existe una corriente muy fuerte en España, sobre todo muy bien posicionada en internet y redes sociales, que comprende al Estado como una especie de elemento obstaculizador, cuya función social es la de interrumpir las dinámicas siempre armoniosas (con armonía preestablecida, de orden espontáneo) de la sociedad civil (familia y empresa), ocurriendo así que la labor del Estado se resuelve, invariablemente, en molestar, sea con la presión fiscal (siempre abusiva, con afán recaudatorio)), sea con sus tinglados subvencionados (a los que acompaña inevitablemente el despilfarro), sea con su burocracia (siempre mastodóntica). La vida social quedaría plenamente satisfecha, bien ordenada, sin las interferencias caóticas del Estado.
El caso es que esta “ilusión liberal” (minarquista, o anarcocapitalista, si se quiere), es solamente eso, una pura ilusión, cuando ocurre que, sin la articulación del Estado, la sociedad, sencillamente, no existiría, desparramada regresivamente en un caos etnológico (recuerda esto a aquella ilusión de la paloma de Kant, que ve en la resistencia del aire un obstáculo, cuando es lo que le permite el vuelo). Quiero decir con esto que las políticas llamadas “liberales” tienen sentido sólo partiendo de esa ficción que separa a la sociedad civil del Estado, cuando, en realidad, no hay tal separación, ni puede haberla.
Por decirlo en términos algo más terminantes, “policiales”, si se quiere, mossodescuadreros, “la sociedad civil no existe, imbécil”.
Y es que, siguiendo aquello de Aristóteles, de que, estructuralmente, el todo es anterior a las partes, es el Estado el poder que da forma a la sociedad, al fijar, para empezar, su ámbito territorial, que sólo puede ser determinado por el poder del Estado (en rivalidad con otros), y es lo que se llama frontera; y para continuar, todo el ordenamiento jurídico, con el régimen de propiedad, incluyendo el derecho privado (patrimonial, sucesiones, etc), así como los códigos civiles, penales, de comercio, etc. Hablar de “minarquismo” es un modo retórico de hablar, porque si el Estado conserva los poderes de hacer las leyes, del monopolio de la violencia, etc, como contempla el minarquista, el Estado de “mínimo” no tiene nada. El Estado, en este sentido, es siempre absoluto (frente a otros estados), y totalitario, y no puede ser de otra manera, porque va en ello su propia definición como soberano.
Dice Spinoza: “Gracias al poder de la nación cualquiera puede considerarse dueño de sus posesiones. Pues solo el poder del Estado, que hace valedera toda voluntad, hace que cada uno sea el dueño de sus propios bienes” (Spinoza, Tratado político). Dice el “liberal” Locke: “El poder político es un derecho a dictar leyes sancionadas con la pena de muerte y, consecuentemente, también cualquiera otra que conlleve una pena menor, encaminadas a regular y preservar la propiedad, así como a emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de tales leyes y en la defensa de la república de cualquier ofensa que pueda venir del exterior; y todo ello teniendo como único fin la consecución del bien público” (Locke, Tratado del gobierno Civil). Dice Rousseau, en la mejor de sus obras (por no decir la única buena): “Sea cual fuera la forma en que se haga esta adquisición, el derecho que cada particular tiene a su propio fondo está siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no habría en ella ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía” (Rousseau, El Contrato Social).
La prueba del realismo político en el que se mueven estos autores es que en cualquier ordenamiento jurídico se contempla la posibilidad del requisamiento de bienes particulares o de la expropiación de cualquier terreno (por encima de la propiedad privada), incluso la retirada de la patria potestad (por encima de la institución familiar), si el Estado así lo requiriese, y no existe poder alguno que lo pueda impedir (salvo otro Estado más fuerte). Es más, en el Estado, en la medida en que sea consistente, prevalece siempre el bien común (general) sobre el bien propio (particular), de tal manera que un Estado degeneraría (se corrompería, es decir, actuaría despóticamente) si hiciera prevalecer el bien particular (propio, idion) sobre el bien general (común a la polis).
La familia, como cualquier otra institución, también está sometida a su degradación y, naturalmente, puede convertirse en un verdadero infierno para sus miembros. La única instancia, en último término, a la que se puede acudir para salir de ese infierno es, de nuevo, el Estado. De la misma manera, la empresa no es ese lugar que, por verse expuesto a la “ley de la oferta y la demanda”, va a quedar completamente limpio de corrupción y abusos. Lo decía muy bien Unamuno en uno de sus exquisitos Monodiálogos: “Y no, señor mío, ni el Estado tiraniza más, sino menos, muchísimo menos, que un gremio o una corporación o una profesión o un sindicato, ni se entrega más al favoritismo. Y vuelvo a lo del principio, y es que no está probado que el Estado administre peor que una empresa privada. Acaso con más rutina, con más timidez –y no siempre-, pero no con más nepotismo que una empresa anónima y por acciones” (Lo mayúsculo y lo minúsculo, en Monodiálogos).
En definitiva, la distinción sociedad civil/ Estado, en la que se quiere fundamentar el minarquismo (en su idea de reducir al mínimo al Estado y extender al máximo a la sociedad civil), es una distinción completamente ideológica, nada tiene de evidente, ligada a ciertas familias o grandes empresas o grupos de poder, en general (incluyendo los de la “casta sacerdotal”), que ven en el Estado un freno u obstáculo para sacar adelante sus intereses particulares.