Claudio Biern Boyd
«Al autor de ‘D’Artacán y los tres mosqueperros’ o ‘David, el Gnomo’ los niños de la EGB le debemos tardes de entretenimiento y que nos tratara con respeto»
No recuerdo muy bien cuándo fue la primera vez que vi una serie de dibujos animados producida por la factoría del recientemente desaparecido Claudio Biern Boyd. Tampoco recuerdo qué serie fue, quizás porque entonces las veíamos todas y la memoria confunde fechas e imágenes. En aquellos años –a finales de los setenta y principios de los ochenta–, la oferta televisiva española se reducía a dos o tres canales como máximo (si incluimos los primeros autonómicos) y a un horario –el infantil– también reducido a unas pocas horas: de cinco y media de la tarde a siete o siete y media. Los matinales del sábado eran especialmente legendarios con Alaska y la bruja Avería, y unos largometrajes sobre los clásicos de Julio Verne, creo que de origen checo o ruso. Pero, entre semana, era el reino de las series de animación japonesas (Heidi, Marco, Mazinger-Z), europeas (Érase una vez el hombre) y de las españolas de Claudio Biern Boyd. El elemento común a muchas de ellas era el aliento narrativo y un músculo literario que hoy resultaría impensable para los chicos más jóvenes.
La animación se alimenta actualmente de gags y de continuas llamadas de atención, muy por encima de la calidad del guión o de la sustancia de una historia. Forma parte de una época que ha sustituido la lectura por los móviles, las tabletas y los videojuegos, con sus ritmos y dinámicas propias. Entonces no sucedía así. Las series eran interminables; los modelos, nítidamente literarios; y la voluntad, un didactismo desprovisto de ideología que tomaba como modelo a los clásicos. A falta de una red potente de bibliotecas, aquellas series –japonesas en su mayoría– moldearon un gusto. Puedo enumerar las que me vienen a la memoria, si bien sin duda había muchas más. Hablo de Tom Sawyer, Huckelberry Finn y Ana la de Tejas Verdes; las anteriormente citadas Heidi y Marco, además de La abeja Maya, Banner y Flappy y El bosque de Tallac; un poco después, El rey Arturo y el más gótico –o futurista– Capitán Harlock. Entre estas y las norteamericanas de Hanna-Barbera (Los Picapiedra, Scooby-Doo, El show del Oso Yogui…), se programaban también las series españolas de Biern Boyd –aunque con el dibujo hecho en estudios japoneses, si mal no recuerdo–, que no desmerecían en absoluto. D’Artacán y los tres mosqueperros, La vuelta al mundo de Willy Fog y David, el Gnomo fueron quizá sus creaciones más famosas, sin olvidar Ruy, el pequeño Cid. Los clásicos, en efecto, siempre al fondo. O en primer término, si se prefiere.
«El déficit literario se combate ahora con sucedáneos en medio de la aparente dictadura de lo visual»
Es comprensible ceder a la nostalgia del pasado, pero no siempre está justificado: no cualquier tiempo pasado fue mejor. Y, en todo caso –como escribió en una ocasión Isaiah Berlin–, resulta una mala idea «atrasar el reloj». Aquellos años y aquella textura clásica del tempo cinematógrafo no volverán a la animación infantil. Tampoco tendría sentido, desde luego, sin recuperar antes un magisterio de la lectura lenta que irradiara desde las familias y los colegios. Y nada apunta en esta dirección, porque también el déficit literario se combate ahora con sucedáneos en medio de la aparente dictadura de lo visual. Permanecerá como un reclamo de las minorías, en lugar de ser la columna vertebral de una sensibilidad como lo fue en el pasado.
Pero no eso no excluye que aquellos años –los setenta y ochenta del pasado siglo– fueran ejemplares en lo que se refiere a la animación. Y que, en ese universo, España desempeñase un papel que prestigia toda nuestra industria gracias al palmesano Claudio Biern Boyd, a quien los niños de la EGB le debemos muchas tardes de entretenimiento, una cierta cultura de la atención y la densidad de su tejido narrativo. Y, sobre todo, le debemos que nos tratara con respeto, sabiendo que éramos capaces de mucho más. Esa es la clave de la mejor literatura infantil y también de la mejor animación. Todo lo contrario a lo que impera hoy, y no sólo en el televisor. Descanse en paz, don Claudio.