Matar a un niño
«El problema que presenta la llamada ‘violencia vicaria’ es que sexualiza el acto reprobable, poniendo el foco en el sexo del autor, que siempre ha de ser el padre»
El asesinato de una criatura es un acto atroz. Cuando el asesino es uno de sus padres, al horror le sumamos la incredulidad, porque los niños despiertan en nosotros un instinto de protección que hunde sus raíces en la biología. Para los que tenemos hijos, la incomprensión ante estos sucesos es, si cabe, aun más visceral. La empatía con la madre o el padre que sobrevive a la muerte del hijo cuya vida ha sido segada por el otro progenitor es casi inevitable.
La única reacción humana que, desde mi escasa, pero todavía existente ingenuidad, se me antoja posible, es acompañar a ese padre o madre en su sufrimiento, respetar su dolor y desear que caiga sobre el culpable todo el peso de la ley. Pero en una sociedad en la que todo lo personal es político, a la congoja innata al suceso hemos de unir su repugnante politización. Es difícil de creer y más de digerir, pero en esta España nuestra, la reacción institucional es distinta en función del sexo de asesino.
Se me hace una bola en el estómago mientras lo escribo, pensando que, tras realizar esta grave afirmación, lo que procede es probarla. Y lo incontestable de las evidencias que le voy a exponer a continuación, querido lector, me genera un profundo desasosiego. Porque me gustaría no disponer de las mismas y estar irremisiblemente equivocada. Preferiría habitar en un país donde la violencia en el ámbito intrafamiliar se abordase primando, siempre, el interés superior del menor y no una cualidad biológica del autor del crimen. Mas no es así.
Ayer una mujer mataba a su hija de seis años para no entregarla a su padre, que tras un tortuoso y largo proceso judicial de cinco años, había conseguido su custodia. Que ni el presidente del Gobierno o la ministra de Igualdad hayan dedicado ni un solo minuto de atención al asunto, siquiera publicando un mísero tweet, no me parecería extraño ni reprobable si ésta fuese la consigna habitual. Pero es que no lo es y, visto lo visto, sería quizá lo más conveniente.
Cuando el verano pasado se confirmaron los peores presagios y apareció en el mar el cuerpo de Olivia, una de las dos niñas de Tenerife a las que había secuestrado su padre, Pedro Sánchez e Irene Montero sí que reaccionaron. Y no sólo para mostrar sus condolencias, sino para llevar el execrable crimen a su terreno ideológico.
«Repudio a ese mal llamado feminismo que pretende construirse a costa del interés superior del menor, politizando su muerte e ideologizando la desgracia»
El día 10 de junio de 2021, el Presidente envió sus condolencias a la madre de las pequeñas. Al día siguiente, 11 de junio, publicó en su cuenta de Twitter el vídeo de una intervención suya en la que, tras mostrar su conmoción por lo sucedido, expresaba su repulsa a la violencia vicaria «que algunos aún siguen negando en nuestro país», calificándola como una forma de violencia machista «ya que busca causar dolor no solamente a la mujer sino también a sus hijos y a sus hijas».
La ministra de Igualdad, la sra. Montero, también publicó un vídeo el día 11 reclamando justicia feminista. Veinticuatro horas antes, tras el macabro hallazgo, había escrito un tweet a la madre de las criaturas en el que señalaba que la violencia vicaria era una cuestión de Estado.
Pues bien, estimado lector, debe saber que mientras escribo estas líneas, ya bien entrada la tarde del lunes y con mis hijos revoloteando a mi alrededor para que apague el ordenador y nos vayamos a disfrutar de la cena de Halloween, voy revisando cada pocos minutos la cuenta de Twitter de estos dos miembros de nuestro Ejecutivo. No aparece ni una sola mención a la muerte de una niña en Gijón a manos de su madre. No han tenido a bien mostrar las condolencias al padre, cuyo vídeo desecho en lágrimas ante el domicilio donde había fallecido su hija encoge el corazón.
El motivo de esta diferencia de trato gubernamental es política. Nauseabundamente ideológica: el crimen de Asturias no es violencia vicaria. Porque, lamentablemente, todo esto va de centrar el interés mediático allí donde el Ejecutivo considere que existe un interés electoral, que en 2021 pasaba por dotar de contenido sentimental y legitimidad social a ese concepto acientífico exportado por el peronismo argentino.
Según la página web del ministerio de Igualdad -con una redacción que deja mucho que desear- la violencia vicaria es un tipo de violencia machista que sufren las mujeres, y también sus hijos, en la que el varón usa a los menores como instrumento para hacer daño a la madre. En el listado de signos de violencia vicaria se encuentran los siguientes comportamientos del padre: «Utiliza a tus hijas e hijos para hacerte daño. Amenaza con quitártelos. Amenaza con matarlos, te dice que te dará dónde más te duele. Interrumpe los tratamientos médicos de tus hijos e hijas cuando están con él. Utiliza los momentos de la recogida y retorno del régimen de visitas para insultarte, amenazarte o humillarte. Habla mal de ti y tu familia en presencia de ellos y ellas».
Se trata de actitudes que, por desgracia, acontecen en los procesos de separación y divorcio, en los que muchos progenitores, padres o madres, pierden de vista aquello que más debería importarles, por encima de cuestiones sentimentales y/o económicas: el bienestar de sus hijos. El problema que presenta la llamada «violencia vicaria» es que sexualiza el acto reprobable, poniendo el foco en el sexo del autor, que siempre ha de ser el padre y excluyendo la posibilidad de que lo cometa la madre.
Efectivamente, cuando es la madre la que lleva a cabo este tipo de conductas, el calificativo de «vicaria» desaparece, porque los defensores de esta figura consideran, o bien que la mujer es incapaz de usar a sus hijos para causar un daño al padre, o bien que, si lo hace, no merece la misma atención jurídica o mediática por una mera cuestión de género. Tanto es así, que existe una estadística específica para este tipo de violencia, mientras que crímenes como el de Gijón pasan al saco genérico de la violencia doméstica. Los menores asesinados por sus madres no son víctimas de violencia vicaria y, por lo tanto, parecen no ser dignos de la misma atención político-mediática.
Hay mucha gente, no poca con formación jurídica, que se empeña en justificar esta diferencia en la necesidad de avanzar en la agenda feminista. Me van a perdonar, pero yo repudio a ese mal llamado feminismo que pretende construirse a costa del interés superior del menor, politizando su muerte e ideologizando la desgracia. Hago mías las palabras que el padre de la pequeña asturiana, también de nombre Olivia, pronunciaba entre sollozos: esto no tiene que ver ni con los hombres ni con las mujeres, son sólo niños.