THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Concordia y sedición

«Concordia es la divinidad en cuyo altar se sacrifican todas las conquistas de la modernidad que nos permitieron emanciparnos de las comunidades de sangre»

Opinión
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Concordia y sedición

Concordia y sedición.

En una estupenda viñeta de Daniel Gascón, recogida en su último libro, Fake News (Debate), se ve a unos señores departiendo en un despacho y se lee: «Indultaremos a los culpables, ignoraremos a las víctimas, desacreditaremos al tribunal y alcanzaremos la concordia». La progresión, como sabemos, se ha venido cumpliendo punto por punto hasta coronar esa «concordia» que pretende imponerse mediante una distorsión jurídica, moral y epistemológica con la que nuestra democracia representativa parece dispuesta a desmantelarse. Nada más anunciarse el proyecto de reforma de la sedición, los medios afines al Gobierno se lanzaron a justificar la iniciativa a bombo y platillo, haciendo suya la estrategia publicitaria que encubre los espurios intereses parlamentarios de un presidente que ha perdido –si es que alguna vez la tuvo– la noción de Estado y parece dispuesto a rendir los principios fundamentales de la convivencia, que no se basa en sentimientos de «concordia» –lo que une a los corazones– sino en la isonomía –la igualdad ante la ley– que en una democracia permite convivir al margen de las pasiones y los odios. La concordia es por supuesto algo deseable en una sociedad, al igual que la salud mental, la felicidad o la buena alimentación, pero cuando se utiliza el señuelo de la fraternidad para subvertir el sistema de leyes y garantías que de verdad permite armonizar una comunidad política, la bondad invocada se revela como una herramienta de destrucción.

Entre los opinadores que se lanzaron a jalear al Gobierno, destaca Xavier Vidal-Folch, que en un artículo titulado «Cataluña en paz, España protegida y el PP desarmado» –y que realmente parece ideado para transmutarlo en su tríptico invertido sin demasiado esfuerzo– (El País, 11-11-2022), lanzaba al principio tres salvas: «La reforma del delito de sedición entraña tres efectos inmediatos. Completa la pacificación de Cataluña. Protege a la Justicia española ante los tribunales europeos. Y desarma al PP, que queda sin argumentos, lanceando enemigos inexistentes». Realmente parece una variación de la profética viñeta de Gascón. Es bastante reprobable, por no decir indignante, que se afirme sin pudor que la reforma «protege a la Justicia española» cuando es a todas luces un engendro jurídico improvisado y justificado con la falacia de la «homologación» europea, rebatida con solvencia por muchos expertos estos días. Todos los códigos penales de los principales países europeos castigan con penas muy duras cualquier intento de subvertir el orden constitucional y la integridad territorial. Pero aquí, una reforma de un delito que en el fondo implica su supresión y a la vez la cancelación del de malversación que iba aparejado a la sedición, se vende como un mecanismo de salvaguarda de una justicia al mismo tiempo desacreditada. Los culpables de un delito contra el orden constitucional pactan en el Congreso una reforma del Código Penal que les condenó y se convierten, efectivamente, en «enemigos inexistentes» lanceados por una oposición cautiva y desarmada en un Parlamento denigrado. Sánchez, como un Macbeth de opereta, cree que es imposible que el bosque de Birnam de verdad llegue a la colina Dunsinane. Cuando al fin entienda la profecía de las brujas, será demasiado tarde: ‘Fear not, till Birnam Wood / Do come to Dunsinane:’ and now a wood / Comes toward Dunsinane.

En realidad, todo se explica por una misma y proteica manipulación moral que se subsume en el mito de la «pacificación» al que alude Vidal-Folch al principio de su artículo. Un poco más adelante, el periodista no duda en calificar lo que él llama «estrategia del ibuprofeno» como un rotundo éxito:

«La abrumadora evidencia indica que ha sido una estrategia exitosa: solo quienes odien a los catalanes, ignoren su realidad y no se acerquen a sus calles y plazas mayores (que de todo eso hay) pueden negarlo. El clima político y social se ha despresurizado. Ya solo algún grupúsculo residual insulta al discrepante, deslegitima al disidente y niega la pluralidad. Las avenidas de la Catalunya-ciutat no lucen ya un huérfano lazo amarillo. El unilateralismo –esa equivalencia a tomarse la justicia por su mano– ha decaído».

«Todos los códigos penales de los principales países europeos castigan con penas muy duras cualquier intento de subvertir el orden constitucional y la integridad territorial»

Solo quienes «odian a los catalanes» pueden negar que la estrategia analgésica ha sido un éxito, es decir, la apelación a la bondad, el perdón y la concordia se utiliza primero para indultar, contra el criterio del Tribunal sentenciador y de la Fiscalía, a unos delincuentes que cometieron el atentado más grave que se ha sufrido en Europa contra la democracia representativa en mucho tiempo. Luego los partidos de esos mismos indultados negocian con el Gobierno la supresión del delito que perpetraron, despojando al Estado de las legítimas medidas coercitivas contra los intentos de vulnerar la Constitución. Y todo eso se reviste con el oropel de la «pacificación» y la «concordia». ¿Pero qué paz ni qué cordialidad pueden sostenerse en una democracia que abjura de todos los fundamentos que apelan a la razón y el conocimiento para rendirse a los dictados pasajeros y volátiles de los sentimientos y las emociones? ¿No está ya más que claro que tras los indultos y la derogación de la sedición llegarán la amnistía y el referéndum? ¿Y qué pasará cuando esos bellos sentimientos muestren su cara oculta en un país desposeído de sus principales instrumentos de cohesión? Pere Aragonés lo ha dicho sin titubeos: «La concordia solo se alcanzará con la amnistía y un referéndum de autodeterminación». ¡La concordia! La verdadera, profunda e indisoluble unidad de los corazones sólo se alcanzará cuando se declare nulo el delito contra la legalidad vigente y se celebre un plebiscito que confirme la irrelevancia de la doctrina constitucional y que de paso rompa para siempre la gran víscera cordial de la nación catalana. Sursum corda. Habemus ad Dominum. 

Y por supuesto, el discrepante, gracias a esta maravillosa pirueta, será a la vez el depositario y el agente del «odio a los catalanes», puesto que es el «amor a los catalanes» la suprema e incontestable instancia bajo la que se ha construido el fenomenal edificio de mentiras, tergiversaciones, claudicaciones y estafas que viene albergando al nacionalismo desde hace décadas. Gracias a ese juego de bajas pasiones, el disidente queda anulado y condenado a ejercer una militancia emocional negativa a la que sin embargo nunca aspiró porque precisamente su disidencia negaba la legitimidad del amor en la discusión sobre el bien común, un ámbito en el que la bondad no tiene nada que hacer. En La condición humana, Hannah Arendt describió el problema con esta lucidez:

«La bondad, por lo tanto, como forma de vida consistente, no es solo imposible dentro de los confines de la esfera pública, sino que incluso es destructiva. […] La maldad que surge de lo oculto es impúdica y destruye directamente el mundo común; la bondad que surge de lo oculto y asume un papel público ya no es buena, sino corrupta en sus propios términos y llevará la corrupción a cualquier sitio que vaya. Así, para Maquiavelo, la razón de que la Iglesia tuviera una corruptora influencia en la política italiana se debía a su participación en los asuntos seculares como tales y no a la corrupción individual de obispos y prelados. Para él, la alternativa planteada por el problema del dominio religioso sobre la esfera secular era ineludiblemente esta: o la esfera pública corrompía al cuerpo religioso y por lo tanto también se corrompía, o el cuerpo religioso no se corrompía y destruía por completo la esfera pública». 

Ya sabemos hasta qué punto ese «cuerpo religioso» se ha mantenido con vida en el mundo moderno. El reciente escándalo de las rebajas de condenas por la entrada en vigor de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual es un buen ejemplo de cómo la práctica cada vez más extendida de legislar cegados por la propaganda y los sentimientos primarios puede terminar menoscabando aquello que se pretendía proteger. Hasta cierto punto, es coherente que la ministra de Igualdad haya reaccionado contra los efectos generados por su propia ley con el insulto, tachando de machistas a todos los jueces, hombres y mujeres, que se han limitado a cumplir con su deber. Ella, al fin y al cabo, no impulsó su ley con fines jurídicos, que deben ser siempre racionales y fríos, sino con motivaciones que, por muy loables que sean, deberían quedar en la esfera privada. La ministra exige que los jueces actúen de acuerdo con sus buenas intenciones y que hagan el favor de no preocuparse tanto por las minucias de las leyes. Como los primitivos cristianos, este tipo de gobernantes desprecia la cosa pública y actúa todavía bajo el lema de Tertuliano: nec ulla nobis magis res aliena quam publica («Ninguna materia nos es más ajena que la pública»). Ellos solo se deben a sus dioses. Por eso Concordia es la divinidad en cuyo altar se sacrifican todas las conquistas de la modernidad que nos permitieron emanciparnos de las comunidades de sangre.

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