Miriam Sánchez o el espectro del 'sex-appeal'
«Somos seres simbólicos que nos emocionamos en el cine o las novelas ante personajes ficticios, a cuyos auténticos padecimientos somos indiferentes»
Impresionó un poco la noticia de que Miriam Sánchez había sido expulsada a altas horas de la noche de una discoteca donde estaba armando barullo. Como se resistía a irse, acudió la policía; ella mordió a un agente en el brazo, pasó la noche en comisaría y le aguarda un juicio por agresiones y resistencia a la autoridad.
En las fotos apenas se reconocía en esta mujer algo obesa y desmadejada de cuarenta años a la chica que, cuando estaba en la veintena y se hacía llamar Lucía Lapiedra, fue la actriz más conocida del cine pornográfico español y lucía una silueta de reloj de arena y una expresión pícara en el semblante.
Como otras jóvenes metidas en esa profesión, en cuanto se le presentó la ocasión la abandonó, para emprender otra andadura profesional y vital: Adiós, Lucía Lapiedra. Hola, Miriam Sánchez. Recuperó su nombre y apellido civil, se juntó con un periodista deportivo conocido en el gremio y en los platós, y se dedicó a hacer cosas más o menos peregrinas en la televisión comercial.
(Aunque esto último es lo de menos. Porque, ¿quién no dedica la vida a hacer cosas peregrinas que, cuando se halle en el lecho de muerte, lamentará y le harán recordar los versos de la canción que Lou Reed prefería entre todas las que compuso, Dime Store Mistery?: «I wish I hadn’t thrown away my time / on so much Human and so much less Divine» («Ojalá no hubiera desperdiciado mi tiempo / en cosas tan humanas y tan poco divinas»).
Cuando Miriam dejó atrás a Lucía y dio un portazo a su pasado en el porno, se hizo extraer las prótesis mamarias de silicona que habían constituido un característico y protuberante atractivo sexual, y que debían de resultarle incómodas e innecesarias para su nueva etapa vital, no centrada en la provocación del deseo masculino. Pero demostrando cierta iniciativa comercial o cierto irónico retorcimiento, en vez de tirarlas al cubo de la basura… las subastó entre sus admiradores.
«Es una pena que un personaje conocido de la cultura o de la subcultura popular acabe dando tumbos por discotecas y comisarías»
Uno de ellos, llamado Rufo, pagó 500 euros por esas masas gelatinosas, temblorosas como flanes, y supongo que las tendrá en su casa, quizá en un lugar preferente, como una vitrina de cristal iluminada por un foco, o tal vez vergonzosamente escondidas al fondo de un armario, como espectro de la sexualidad: las falsas mamas de la por otra parte ya inexistente Lucía Lapiedra, que dejó de existir precisamente en el momento en que se desprendió de ellas…
Me gustaría huronear entre las neuronas y sinapsis de Rufo, y tratar de entender qué es lo que cifra exactamente en esos objetos trémulos. A mí me parece que tiró tontamente 500 euros, pero líbreme Dios de reprocharle o afearle el gasto, pues en el territorio de los fantasmas y las proyecciones mentales «sobre gustos no hay disputa».
Aunque es una pena que un personaje conocido de la cultura o de la subcultura popular acabe (por ahora: siempre hay tiempo para corregirse) desastradamente, dando tumbos por discotecas y comisarías, la verdad es que, aparte de la simpatía que hay que sentir por cualquier ser humano que va buscando a ciegas su camino, me importa bien poco si Miriam está delgada o gorda y si monta escándalos o se convierte en una mujer modosita.
No es en ella en quien pienso, sino en esas tetas de quita y pon de las que se desprendió como quien se quita un jersey y lo subasta en Wallapop. Simulacros como aquellos son, en efecto, simulacros, pero (como en el chiste del chiflado que se cree que es una gallina, pero su familia se opone a que un psiquiatra lo cure porque «necesitamos los huevos»), tienen un efecto real sobre el deseo de los hombres (quizá también de las mujeres). Y acaban por ser la encarnación, aunque simulada, de la femineidad.
Me recuerdan aquel óleo de la mejor época de Dalí, El espectro del sex-appeal (1934), que se puede ver en el teatro-museo de Figueras, donde el famoso artista representó sus temores a la sexualidad en una especie de enorme monstruo femenino, más o menos leproso– putrescencias alusivas al miedo a la entonces tan extendida e incurable sífilis y a otras enfermedades sexuales que aterrorizaban a nuestros abuelos, antes de la distribución general de la recién descubierta penicilina y mucho antes de los nuevos terrores del SIDA— que lleva en vez de vientre una almohada, y por pechos dos grandes sacos de patatas, y los nudos que los cierran hacen la función de los pezones.
Entre las crónicas periodísticas que la exitosa narradora argentina Mariana Enríquez acaba de publicar (ed. Anagrama) bajo el título El otro lado, hay una que se titula «Aflojen con las tetas». Allí Enríquez se muestra sorprendida por la fijación porteña por sus tetas: «No puedo caminar sin que se me arrojen –el verbo no es exagerado— encima hombres babeantes e idiotizados», fascinados, según cuenta, por su pecho, aunque éste no sea desmesurado. Y luego le pregunta a los lectores: «¿Por qué miran tanto las tetas? ¿Qué les llama la atención? ¿Es porque ustedes no tienen?»
«Algunos hombres miran las tetas porque constituyen el atributo de femineidad más evidente»
Efectivamente, da en el clavo la escritora: los hombres –en fin, algunos hombres- las miran porque representan formalmente la diferencia de género y constituyen, después del aparato genital –que ni es protuberante ni está a la vista y por consiguiente no atrae la mirada- el atributo de femineidad más evidente.
Luego su marido le brinda a Enríquez una explicación un tanto oblicua sobre esa curiosidad masculina: «Mirar tetas jamás es aburrido, y por eso en el Reino Unido se las llama fun bags, que quiere decir ‘bolsas para divertirse’. Finísimos, los británicos», concluye sarcástica la escritora.
Aunque en clave indulgente, se detecta cierta susceptibilidad y casi irritación, en sintonía con el espíritu de los tiempos, y más vale andar con pies de plomo al hablar de estas cosas, no vaya uno a incurrir en sexismo, en machismo heteropatriarcal, en cretinismo o en otro ismo aborrecible. Así que acabaré aquí estas disquisiciones recordando a un amigo mío que sostiene que «las tetas están sobrevaloradas, porque no hacen nada» durante el encuentro erótico. Puede que tenga razón, pero gusten o molesten, atraigan o asusten, sean de silicona, sean sacos de arpillera o «auténticas» protuberancias de carne, fibra y grasa humana, tienen esa particularidad simbólica de simulacro: constituyen, como de forma tan brutal expuso Dalí en su célebre óleo, el núcleo mismo del «espectro del sex-appeal». Y nosotros somos animales… No, mejor dicho: nosotros somos seres simbólicos, que nos emocionamos en el cine o las novelas ante el destino de personajes ficticios, parecidos a personas reales a cuyos auténticos padecimientos, sin embargo, somos indiferentes.