Los Pujol
«Muchos de los testimonios convocados en La sagrada familia coinciden en dibujar un retrato enaltecedor del viejo presidente, como si le vieran en contrapicado»
Entre otros méritos, La sagrada familia, el amable documental de David Trueba sobre la familia Pujol estrenado estos días, sirve para hacerse una idea bastante detallada de la obsecuencia con que la sociedad española se relaciona con el poder. En nada se evidencia mejor la falta de tradición democrática que en la pobreza del imaginario con el que se viene dramatizando nuestra historia. Los cuarenta años de dictadura nos acostumbraron a juzgar el pasado con una simpleza obligatoria y militante que la Transición luego puso a prueba, rindiéndonos al final a un ecumenismo que en realidad nada tiene que ver con el espíritu de una democracia solvente. Nuestra «industria de la memoria», según la expresión rescatada por David Rieff, nos ha abocado a una suerte de paulatina desposesión de todo lo acaecido, de tal manera que el tópico, la idea preconcebida o el mito son ahora el único reflejo que soportamos.
Muchos de los testimonios convocados en La sagrada familia, ya sea desde el bando más crítico o desde el más favorable, coinciden en dibujar un retrato enaltecedor del viejo presidente, como si le vieran en contrapicado, invadida su figura por los claroscuros de la historia autonómica pero aureolada todavía por el resplandor de su imbatible prestigio. Con la tímida excepción del difunto Antonio Franco, esos testigos, cuidadosamente seleccionados, coinciden en aprobar el ingreso laureado en la posteridad de Pujol, cuyo desprecio por cualquier desviación de la ortodoxia nacionalista queda así consagrada incluso en la expresión cariacontecida de sus veteranos oponentes. Como siempre, los viejos fiscales Mena y Jiménez Villarejo aparecen como un residuo anecdótico de lo que fue un su día un ejemplo de rigor y de decencia, aunque puestos en esa tesitura más bien quedan como los dos convidados de piedra. Y un risueño Felipe González les da la puntilla cuando dice, con la serenidad que procura la inmoralidad enterrada, que en el caso Banca Catalana, «Pujol sabía que no tenía razón». Y se ríe. Qué risa, presidente. Casi oímos la carcajada del ex banquero apagándose al fondo, superpuesta a la expresión achinada de su colega.
Una muestra de cómo la «industria de la memoria» termina por desvirtuar el pasado es el tratamiento que se da en el documental a Tarradellas, al que se presenta únicamente como responsable de la restauración de la Generalitat. El desarrollo autonómico, sin embargo, fue obra tan solo del gran Pujol, una tergiversación difundida por la propaganda convergente –Lluís Prenafeta, el Joe Pesci de la familia, se empleó a fondo en la tarea–, que al cabo de los años se ha convertido en verdad histórica. Hubiera sido interesante escuchar la opinión sobre ello de Josep Maria Bricall, el que fuera consejero de gobernación de Tarradellas y luego rector de la Universidad de Barcelona, uno de los servidores civiles más íntegros, cabales y cultos que ha dado Cataluña, representante de una forma de entender la política autonómica que por desgracia apenas tuvo continuidad. Bricall, por cierto, fue de los pocos que se atrevió a plantarle cara a Pujol, a quien no dudó en ponerle una querella por difamación, gracias a lo cual el presidente se vio obligado a retractarse de las acusaciones de corrupción que había pronunciado frívolamente contra su rival. (Véase al respecto Una certa distància (2018), sus estupendas memorias). Pero de todo eso no hay ni rastro en La sagrada familia.
No deja de ser curioso que un político como Tarradellas, republicano, formado en su juventud en la izquierda más revolucionaria –llegó a firmar, como consejero primero de la Generalitat, el decreto de colectivización en octubre de 1936–, bregado luego en el exilio francés, fuera capaz de reconocer, cuando frisaba además los ochenta años, la transformación social que había sufrido Cataluña a lo largo de la dictadura. Todas las advertencias que hizo acerca de las políticas de su sucesor se han ido cumpliendo una a una, desde la corrupción del clan Pujol hasta la fractura que las ideas esencialistas del patriarca acabarían generando en la sociedad catalana. Tarradellas empezó a ver venir a Pujol desde el exilio, cuando este, siendo todavía banquero, le quiso comprar su valioso archivo histórico, hoy depositado en el monasterio de Poblet. Todo el mundo conocía las estrecheces económicas que sufría el anciano presidente, así que Pujol intentó ayudarle ofreciéndole un módico precio por su colección de documentos. Su contundente respuesta de entonces resuena hoy con un timbre moral profético: Sóc pobre, però no miserable.
«En La sagrada familia, algunos entrevistados aseguran que a Pujol le sobraron algunos años de poder, pero la verdad es que sobraron todos y cada uno de esos veintitrés años»
A Jordi Pujol, en cambio, por edad y formación, le hubiera correspondido tener una visión más moderna de la sociedad que pretendió redimir. Su inicial filiación demócrata cristiana, de hecho, así parecía anunciarlo. Pero una vez investido del poder absoluto que le proporcionó la inversión ética del caso Banca Catalana, que dejó a Raimon Obiols con cara de circunstancias para siempre, su concepción política y social se volvió cada vez más pobre, dogmática y clientelar hasta redundar en una banalización de todo aquello que había defendido, incluida la democracia. De su formación alemana, le quedó tan sólo un herderianismo que ha tenido resultados culturales lamentables. La herencia del noucentisme, que había demostrado una vocación cosmopolita y universal, fue sustituida por la Cataluña de los castellers y las sardanes, esa tradición folklórica inventada a finales del siglo XIX y que tan bien estudió Joan-Lluís Marfany en La cultura del catalanisme (1995). Pero, claro, era mucho más cómodo y rentable apostar por los embelecos del fin de semana que por una cultura seria.
En los últimos años de sus gobiernos, asistí en la Generalitat al acto en el que Pujol hizo entrega a Harold Bloom del Premio Internacional Cataluña. En realidad todo era un tejemaneje más del aparato de propaganda para ver si de una vez se le daba el Nobel a Baltasar Porcel, que por ahí andaba agasajando sin pudor tanto al presidente como al crítico. En aquella ocasión, Bloom dio una conferencia, impecablemente leída, acerca de su canon catalán. Habló, que yo recuerde, de Ramón Llull, Espriu y J. V. Foix, un poeta que sin duda hubiera merecido el Nobel. Al terminar la charla, Pujol se levantó y le agradeció al crítico su apoyo a la cultura catalana, pero acto seguido admitió que él no sabía nada de literatura y que por tanto le hablaría de Cataluña. El presidente se lanzó entonces a componer uno de sus relatos épicos sobre la nación milenaria a los que tan acostumbrados nos tenía y que el pobre Bloom atendió con educado aburrimiento. Desde donde yo estaba sentado, veía perfectamente a Miquel Batllori, el jesuita y gran historiador, que al acabar Pujol su perorata se mantuvo impasible y no aplaudió, consternado, es de suponer, ante aquella ristra de sandeces.
Poco tiempo después, se publicó en Mondadori Estevill y el clan de los mentirosos, de Félix Martínez, una crónica de las extorsiones y los abusos cometidos por el juez Pascual Estevill, un mafioso al servicio de Convergència, muy cercano a Pujol y a todo su círculo de empresarios y lacayos. El libro no fue reseñado por ningún medio en Cataluña. Nadie entrevistó al autor, un periodista, por cierto, muy riguroso que falleció prematuramente hace poco. La omertà era entonces absoluta. A finales del siglo pasado, la corrupción de la familia Pujol era vox populi en Barcelona, pero los desmanes se comentaban con jocosidad, como los rumores acerca del rey Juan Carlos, en medio de la fiesta en la que en realidad todo el mundo participaba. Uno de los momentos álgidos de La sagrada familia lo protagoniza Lluís Prenafeta cuando despacha la corrupción con una frase histórica: «Bueno, la corrupción es consustancial desde Grecia». Dolos, el Mendacius romano, trabajaba como aprendiz en el taller de Prometeo cuando una repentina ausencia del titán le permitió falsificar la figura en arcilla de Alétheia, la verdad, pero cuando el maestro volvió, aún no la había terminado y por eso la copia, –el fraude, la mentira– se quedó para siempre sin pies.
Algunos nunca entendimos la fascinación, el respeto e incluso el temor que inspiraba aquel hombre ridículo, ostensiblemente vulgar, que hablaba con una dicción entrecortada por extraños sonidos guturales, retorciéndose, incapaz de mirar a los ojos, autoritario, malcarado y siempre a la defensiva. En La sagrada familia, algunos entrevistados aseguran que a Pujol le sobraron algunos años de poder, pero la verdad es que sobraron todos y cada uno de esos veintitrés años, cuyo desenlace ha sido uno de los episodios más tristes y lesivos que se han vivido en la España democrática. Su viejo partido es hoy una caricatura con nombre de grupo de Boy Scouts dirigido por una mujer, Laura Borràs, de legendaria incompetencia intelectual, que ha tenido que ser desalojada de la presidencia del Parlament por sospechas de corrupción. El legado político, moral y cultural de Jordi Pujol no es más que un páramo visto desde el Tagamanent. Esperemos que más pronto que tarde, tanto él como su macabra familia, ingresen en el olvido.