El penúltimo delirio americano
«Nada le ha hecho más daño a la izquierda latinoamericana que esa solidaridad trasnochada de puño en alto y canción protesta»
Como si América Latina no pudiera desprenderse de sus peores delirios ni de los vicios que enturbiaron su pasado más reciente, una vez más han sonado alarmas golpistas en uno de sus costados. Con la mirada impertérrita de siempre y las manos temblorosas, el peruano Pedro Castillo anunció el pasado 7 de diciembre por la televisión nacional que se disponía a disolver el Congreso, cerrar los organismos de justicia y convocar un nuevo legislativo con poderes constituyentes. Ningún peruano mayor de cuarenta años tuvo dudas, sabían lo que estaba pasando porque esa misma escena ya la habían vivido antes, en 1992, cuando Alberto Fujimori anunció por televisión que daba inicio a ocho años de ignominiosa dictadura.
Castillo, el supuesto representante del pueblo, el personaje vernáculo que por fin llegaba para redimir a los sectores rurales desfavorecidos, copió el guion fujimorista. Sólo hubo una diferencia. Olvidó allanar el camino a su dictadura con la complicidad del ejército o el respaldo de sectores políticos y civiles. Creyó que bastaba con anunciar una audaz jugada antidemocrática para concitar el apoyo popular, y no, su intentona acabó convertida en un sainete cantinflesco y suicida. El pueblo que decía representar no salió a defenderlo; salió la ciudadanía peruana a bloquear las calles e impedir que el aspirante a Fujimori lograra asilarse en la Embajada de México.
«Evo Morales, Gustavo Petro y AMLO han querido ver cualquier cosa menos lo que ocurría»
De todo este delirio lamentable lo más patético ha sido la reacción de la izquierda latinoamericana. Evo Morales, Gustavo Petro y AMLO han querido ver cualquier cosa menos lo que ocurría. Por lo que se deduce de sus tuits, Morales vio la acción conjunta de las oligarquías y de los yanquis para impedir a un líder sindical e indígena ejercer el poder. AMLO vio algo similar: los intereses de las élites en contra del pueblo. Y Petro, algo aún más delirante: un pobre profesor de la sierra a quien se le estaba conculcando «el poder de elegir y ser elegido y el tener un tribunal independiente de juzgamiento».
AMLO, Petro y Morales, presidentes que no tienen nada en común, sólo se parecen en ese reflejo sectario y ridículo: defender a todo déspota y a todo truhan que dice ser de izquierda y defender al pueblo. Nada le ha hecho más daño a la izquierda latinoamericana que esa solidaridad trasnochada de puño en alto y canción protesta. La soflama demagógica les hace hervir la sangre y les seca el seso, y entonces ven heraldos de la emancipación popular –Putin, por ejemplo- donde sólo hay déspotas y corruptos.
El caso de Castillo es flagrante. Las pruebas del manejo irregular que había hecho de los nombramientos y de las licitaciones públicas ya tenía a la fiscalía –no a los yanquis ni a las oligarquías- siguiendo su pista desde hacía mucho. En tan solo dieciséis meses había nombrado más de setenta ministros, que al poco tiempo eran reprobados por incompetentes o ladrones. Hubo de todo: un maltratador de mujeres, un apologista de Hitler y varios cortabolsas que llegaron a sus carteras –salud, transporte, comercio, energía- a ver dónde rajaban para mangar unos cuantos soles.
De toda esta tragicomedia queda el consuelo de la acción efectiva de la ciudadanía, que rechazó desde el minuto uno el golpe, y de las instituciones peruanas, que han procedido constitucionalmente para designar en la presidencia a Dina Boluarte. No a los yanquis ni a las oligarquías, insisto, sino a una mujer de la sierra que hasta hace poco también militaba en Perú Libre. Esto, desde luego, no va a resolver la terrible crisis institucional del Perú, cuya vida pública se ha convertido en una ponzoña que espanta el talento y la mesura. Al Congreso ya no llegan partidos con ideas, sino representantes de ciertos sectores –transporte, educación- con intereses particulares. Sin unas siglas y un proyecto que defender, deja de haber incentivos para legislar a favor de otros que no sean ellos mismos. Para completar, tienen en sus manos un arma fantástica para chantajear al presidente, la «cuestión de confianza por incapacidad moral», que deriva en la alineación del ejecutivo y del legislativo en torno a las aspiraciones más oscuras.
El colofón de todo este disparate ha sido la defensa de Castillo. Su abogado ha salido a decir que el ex presidente estaba drogado, que no recuerda haber leído su discurso golpista, que hubo una conspiración en su contra. Más latinoamericano que el ruido de sables es esta salida, esta reacción ante los propios errores: no reconocerlos, declararse víctima de algún poder ominoso, asumirse como un pobre diablo sin agencia ni voluntad ni responsabilidad alguna en los atropellos que se acaban de cometer.
Así va por la vida América Latina, tratando de encontrar al malvado que la drogó y la forzó a cometer terribles faltas. Ha sido la manera de no reconocer que la verdadera droga, la que corrompe las instituciones y toda opción de una vida púbica sosegada y sensata, es la demagogia, el victimismo y el populismo.