Capricho navideño
«La Navidad consiste en buscar maneras de iluminar la mirada ajena. Y también, por qué no, de mostrarse ilusionado sin hacerse demasiadas ilusiones»
El matrimonio vive en un apartamento casi tan modesto como sus ingresos. Della y Jim son jóvenes y se quieren, y por eso Della llora en casa el día antes de Navidad, mientras Jim trabaja. Querría hacerle un regalo especial, pero ¿qué podría comprarle con 1,87 dólares? Lo cuenta tres veces con el mismo resultado fatal: 1,87 dólares. Jim y Della estaban muy orgullosos de dos posesiones: él, de un reloj de bolsillo que heredó de su padre, ella de su melena, que le caía como una cascada marrón hasta las rodillas. Della se coloca frente al espejo, hunde las manos en su melena y la alza por encima de sus hombros. Se queda parada unos segundos y siente caer otra lágrima. Se pone el viejo abrigo y el viejo sombrero y baja a la calle. Camina hasta una tienda que se anuncia «Sra. Sofronie. Artículos para el cabello». Sube al segundo y, ante la mirada gélida de la señora Sofronie, Della pregunta si quiere comprar su pelo. «Quítese el sombrero y déjeme verlo». Al verlo en plenitud, la Sra. Sofrie hace su oferta: 20 dólares. Con el dinero en el bolsillo Della recorre las tiendas buscando un regalo para Jim. Vuelan las horas hasta que da con él. Una preciosa cadena de oro para el reloj. Nunca había visto otra igual: su sencillez auguraba su calidad. Della paga 21 dólares y vuelve corriendo a casa. Frente al espejo, ya más calmada, trata de aderezar lo que queda de su pelo. ¿Qué dirá Jim? ¿Pero qué podía hacer con 1,87 dólares? Jim abre la puerta y la observa sin ira ni sorpresa, con una expresión rara. «No me mires así, Jim. He vendido mi pelo porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo». Jim la abraza. Después saca de su abrigo un paquete que deja sobre la mesa. Le pide que lo abra. Con las manos lentas, Della retira el papel que descubre el juego de peines dorados que había visto en un escaparate y sabía lejos de su alcance. Ella le entrega orgullosa la cadena de oro. Jim sonríe y le dice: «Vendí el reloj para comprar tu regalo».
«El amor tiene más que ver con dar caprichos que con satisfacer necesidades»
Este es un resumen de un cuento que O. Henry publicó en la prensa neoyorquina en 1905. De las almibaradas historias navideñas, que siempre vuelven en estos días escarchados, es una de mis favoritas. Sucede en torno a coordenadas básicas de la Navidad, que los simples insisten en hacer irreconciliables: el amor y el consumismo. Jim y Della cambian sus posesiones más preciadas pero lo hacen por amor. Claro que el sacrificio no es la única prueba de amor, pero no está mal, sobre todo cuando se hace en aras de la ilusión de otro. El amor tiene más que ver con dar caprichos que con satisfacer necesidades. Y la Navidad, cuando uno ya está del otro lado, consiste en buscar maneras de iluminar la mirada ajena. Y también, por qué no, de mostrarse ilusionado sin hacerse demasiadas ilusiones. La misión cada año es la misma: encontrar la virtud entre el Grinch y el cursi del jersey de renos.
Siempre me sorprende que las navidades necesiten tantas instrucciones, cuando todos hemos sido niños. O quizá es por eso. Las navidades, como todo lo recurrente, aboca a la rendición de cuentas. Las navidades son un espejo donde observamos lo que fuimos. Pero no caigamos en absurdas gravedades. Aunque lleguemos a diciembre con la espalda rasgada por las ínfulas del tiempo, es importante recordar que nuestra opinión sobre la Navidad importa poco si no aporta. Así que disfruten de su árbol, de su cena y de su gente. Regalen y déjense regalar. Recuerden a los que ya no están y emplácense a ser mejores.
Feliz Navidad.