La inversión del liderazgo
«Mandan más quienes solían obedecer. Tienen malos incentivos y poca información; pero demandan excusas, más que conocimiento»
Hace ya décadas que en los países más desarrollados los padres adaptan normas de convivencia, asignan los recursos familiares y hasta cambian sus valores sociales y políticos a gusto de sus hijos. En alguna medida, en vez de que los padres eduquen a los hijos, son los hijos quienes educan a sus padres. Recuerden el efecto que tuvo el 15-M al podemizar a muchos padres de clase media. Mientras estuvieron de moda, brillaban Podemos y la CUP, sobre todo en el barrio de Salamanca y en la zona alta de Barcelona.
Es sólo un caso particular de un fenómeno más general, por el cual quienes tradicionalmente habían ejercido como líderes limitan ese liderazgo e incluso pasan a ser liderados. Lo vemos también en la enseñanza, donde maestros y profesores adaptan su docencia al gusto de sus alumnos. Asimismo, el cambio ha llegado a las empresas y organizaciones más protegidas de la competencia, en las que, con frecuencia, la prioridad ya no es aumentar los beneficios o la productividad, sino satisfacer a los empleados. Igual sucede en política, donde los partidos modulan sus programas y estrategias en función de lo que dicen las encuestas. Casi ningún político se atreve a liderar. Seguimos quejándonos de nuestros políticos, pero nunca han sido tan esclavos como lo son ahora. Los pocos que no son mediocres, se esfuerzan por aparentarlo.
Esta inversión del liderazgo tropieza con ciertas dificultades, pues los hijos carecen de la experiencia de sus padres, los estudiantes suelen saber menos que sus maestros y la mayoría de los votantes tiene menos información que los políticos. Cierto que estos déficits de conocimiento han venido a cubrirlos nuevas profesiones que se especializan en suplir las carencias argumentales de los recién empoderados. Pero, más que razones, les proporcionan excusas para sus demandas y halagos para sus decisiones.
«Preocupados los centros de enseñanza por la felicidad instantánea (que no futura) de niños y estudiantes, no dudan en suponer que esa emoción efímera es un fin meritorio»
Se da así el caso de que muchas familias pagan psicólogos infantiles para que éstos se limiten a expresar en jerga técnica lo que desean sus retoños. En política, proliferan periodistas, politólogos y tertulianos que se dedican a interpretar y adular a la opinión pública, más que a informarla. La escuela ha caído en manos de pedagogos que ni han dado nunca clase ni tienen formación en disciplina alguna. Su papel crece incluso en las universidades, donde es también igual de inútil. Preocupados los centros de enseñanza por la felicidad instantánea (que no futura) de niños y estudiantes, no dudan en suponer que esa emoción efímera es un fin meritorio, y que las nuevas consejas pedagógicas la hacen alcanzable y sostenible sin incurrir coste alguno ni acarrear daño a largo plazo. En España, su contribución cultural es esa pasmosa pareja de falacias que forman la «generación mejor preparada» y su marido, el «inadecuado modelo productivo».
Por último, muchas empresas, tanto públicas como privadas, pero libres de la disciplina que impone la competencia, han convertido sus departamentos de recursos humanos en auténticos lobbies internos laboralistas, dedicados a explicar a los directivos de línea cómo deben comportarse para que sus subordinados más jóvenes se realicen en el trabajo. La consecuencia es que acaban con plantillas sobredimensionadas. El caso de Twitter, donde parece confirmado que sobraban dos tercios del personal, es exagerado pero no único.
En estas empresas, la causa resulta obvia y está asociada a la laxitud que origina la ausencia de competencia. Quizá sea éste también el caso de la familia, donde, si bien el mecanismo competitivo es menos explícito, no por ello es menos potente. Tal vez la caída de la natalidad, fruto en buena medida de cambios sociales y tecnológicos, ha modificado la relación de dependencia emocional entre padres e hijos, de modo que la simple escasez ha convertido a hijos, nietos y sobrinos en monopolistas emocionales, lo que les permite imponer sus condiciones.
En esta línea, los cambios que ha sufrido la educación podrían ser un mero subproducto de las nuevas relaciones de poder dentro de la familia. De ser esto cierto, yerran el diagnóstico quienes culpan del desastre educativo a los pedagogos, pues éstos serían meros proveedores de excusas para unos padres que todo lo subordinan a la felicidad de sus hijos. Poca culpa tienen de que les haya tocado imaginar ocurrencias para satisfacer una demanda insensata. Tampoco culpen a todos los padres: muchos de ellos no pueden evitar esa demanda, sobre todo aquellos a quienes un mal equilibrio colectivo impone unas normas sociales que son contrarias a sus deseos.
Cuando empecemos a entender y asumir estos procesos, desarrollaremos pautas culturales que nos proporcionen una mejor adaptación a las nuevas circunstancias. Si es así, el liderazgo político volverá a representar algún día un papel protagonista para impulsar el salto a un buen equilibrio. Será ejercido entonces por los miembros más conscientes de esas generaciones mejor tituladas, que no preparadas. Quizá suceda pronto, cuando se percaten de que han sido víctimas de un engaño colectivo.