Los propósitos de año nuevo
Hay quien piensa que el nuevo año es un reinicio, el comienzo de algo distinto. Pareciera que uno va a vivir otra vida sin sus problemas y defectos. Y no
Hace un par de días mi madre me preguntó por mi lista de propósitos para el nuevo año y yo, que la quiero con locura, no pude reprimir una mueca de rechazo. Luego me disculpé y le conté, poco más o menos, lo que hoy cuento aquí.
Empecé diciéndole que el 1 de enero se parece un poco a mi primer día de universidad, en el que podía distinguir perfectamente quiénes habían sido más paraditos en el instituto por las ganas que tenían de convertirse en alguien popular, en alguien guay. Creían estar en el escenario perfecto para liberarse de su pasado porque allí nadie los conocía de antes. No había nadie que supiese lo mal que se les daba el fútbol, ni que no los invitaban a las fiestas, ni que en tercero les quitaron la silla justo antes de sentarse y se cayeron al suelo delante de toda su clase y hasta al profesor se le escapó una carcajada y sus compañeros, los muy cabrones, se lo seguían recordando tanto tiempo después. Pues hay quien piensa, le dije, que el nuevo año es un poco eso: un reinicio, una nueva oportunidad, el comienzo de algo distinto. Pareciera, no sé, que uno va a vivir otra vida sin sus problemas, sin sus defectos: de vago a constante, de iracundo a reflexivo así, como por arte de magia. Y no.
Además, añadí que los que a finales de diciembre comienzan a redactar una lista de propósitos creen, en realidad, que basta con redactarla para que se cumpla. Y que yo he leído algunas delirantes. Mi amigo más perezoso, por ejemplo, asegura que acabará Derecho después de tres años en el último curso. Y que encima se pondrá en forma, que ya se sabe que el invierno está para eso, para preparar la figura que uno lucirá este verano en la piscina o en la playa si tiene la suerte de visitar alguna. Además, ese último objetivo lo comparte con otro amigo que ha engordado mucho porque pasa doce, trece horas al día en una oficina y se alimenta de sándwiches prefabricados: dicen que aprovecharán la hora de comer, que desde el uno de enero —desde el dos, que el uno duermen la resaca— bajarán a las dos y media al gimnasio y volverán a las cuatro menos cuarto, quince minutos antes de reanudar su trabajo: «Lo justo para comernos una ensaladita». Aguantaron un día. Otro amigo se ha propuesto beber menos porque los excesos empiezan a pasarle factura, pero no quiere dejar de salir, eso le parece exagerado, de modo que se le ha ocurrido «una idea genial»: pedirá cerveza, dice, en lugar de gin tonic, y sólo se permitirá dos por noche. Tan genial le parece su idea que en el aperitivo de fin de año nos conminó a celebrarla con él… y terminó volviendo a casa con más copas que el Madrí.
Lo que quiero decir, lo que le quise decir a mi madre es que el nuevo año no nos transforma como tampoco nos transforma un anillo si antes hemos sido unos novios desastrosos; que uno puede, ¡hasta debe! esperar que las cosas mejoren, pero no por arte de magia. Por eso las listas de propósitos me resultan absurdas, porque están llenas de cosas irrealizables que sólo podrían suceder si, en efecto, interviniese la magia.
Así que ojalá tengáis un año feliz, próspero, y que hagáis cosas. Que bajéis la tripita, que os moderéis, que queráis mucho y muy fuerte. Pero sin listas. De ellas sólo puede decirse lo que dijo José Antonio sobre los programas políticos: que tienen la ventaja de que nunca se cumplen.