THE OBJECTIVE
Javier Santamarta

Leyendas que son más que historia

«Veamos cómo sería montar un Belén de la manera más canónica»

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Leyendas que son más que historia

Me resultó fascinante en su momento, hace casi diez años, la cantidad de teólogos, historiadores, gnósticos, místicos y listos de todo pelaje que surgieron a raíz de unos escuetos titulares sobre lo que parece que había escrito el obispo de Roma en el último libro de una trilogía que, por supuesto, nadie había leído. Me refiero a la obra del Pontifex Benedictus Sedecim donde trataba el Jesús histórico y, entre otras cosas, hablaba obviamente sobre su nacimiento. Para que quede del todo claro el autor fue el recientemente finado Papa Benedicto XVI. Y una de las majaderías que se entresacaba fuera de contexto era sobre que en el establo nunca hubo un buey y una mula.

Como parece que es cosa habitual el que nos movamos sólo por titulares, los cuales los oímos de refritos previos o como digestión final del contertulio resabiado de turno, resulta que la gente en su momento se tiró semanas con excelsas dudas acerca de si poner a los estabulados animales citados, junto a la figurita del Niño Jesús, bien en el Misterio, bien en el Belén. Obviamente el Papa no había prohibido ni memez parecida como se aseguraba, esta parte del elenco de la iconografía clásica de estas ya pasadas fechas. Aprovechemos como excusa aquel malentendido, y veamos cómo sería montar un Belén de la manera más canónica aunque, eso sí, difícilmente histórica.

De primeras, si hablamos de Belén (pues si pusiéramos sólo a las figuras centrales de la Sagrada Familia, eso se llamaría poner el Misterio), sería precisamente el llevar a cabo, acorde a nuestro espacio disponible, una reproducción de tal aldea de Judea en su totalidad… ¡y más allá! Porque, ¿qué sería de un Belén sin un buen Castillo de Herodes, aunque tal Palacio estuviera… en Jerusalén? ¡Qué más da! Pues antes de que tal presunta herejía papal estuviera en boca de todos, la gracia de un Belén es tener el mayor número de escenarios simultáneos imposibles en una celebración de las anacronías cuánticas.

Sólo así se puede entender que pongamos la Anunciación a los pastores, con el Ángel dándole un susto de muerte a los rabadanes, al mismo tiempo que ya ha nacido en el Portal el anunciado niño (por cierto, que nunca entendí tal sinónimo para un establo, pues por el zaguán a toda la cuadra se conoce). Por no hablar de las decenas de personas (las figuritas, vaya) haciendo mil oficios a unas horas que no son para estar con una actividad tan frenética y variopinta, que más parece la aldea de Astérix al principio de una aventura de las suyas.

En algunos tenemos hasta la escena de la matanza de los Inocentes, que pasa pelín de tiempo más tarde. O en los de nota, los que tienen posibles (y espacio) una escena de José y María montada en pollino llegando al pueblecito justo antes del alumbramiento. Pero sin la intención de ponernos estupendos (porque lo de decorar con nieve el frondoso y verde musgo que tapiza nuestro Belén es propio de alguien que ha viajado poco por esa árida zona de Palestina, aunque ¡qué cosa más normal en cualquier casa que lo monte el poner la falsa nieve como si fuera Laponia!), al menos si hay algunas curiosidades que en algunos hogares se mantienen.

Una, el que los Reyes Magos vayan acercándose con sus monturas, día a día, desde la parte más alejada de nuestro escenario, hasta el lugar que la Estrella indica como final del objeto de su viaje, según la tradición más extendida, desde los tres confines entonces conocidos de la Tierra. De hecho, algunos quedan representados de tal modo que Melchor monta en caballo, viniendo de Europa, y por eso es el más veterano; Gaspar lo hace a elefante desde Asia, representando la edad madura; y Baltasar no lo hará a lomos de lo que siempre se le pone, sino sobre un camello, desde África, siendo el más joven. Los expertos belenistas tendrán en reserva incluso unas figuras desmontadas de los Magos, especiales para el día de la Epifanía, adorando y ofreciendo sus regalos, cuyo significado son el oro por la realeza de Jesús, el incienso como símbolo de su divinidad, y la mirra de su humanidad, pues es el óleo con el que se embalsama y perfuma a un cadáver.

El Niño Jesús, obviamente, no se colocará sobre su lecho de paja hasta las doce de la noche del día 24, hora de su nacimiento. Y por supuesto, entre el buey y la mula dándole calor. Como toda la vida. Pese a la de asnos que estuvieron rebuznando en aquellas semanas con que en su momento Benedicto dijera o no acerca de que tales animales no existieron o estuvieran presentes en el famoso pesebre. Insisto, ¡qué más da! Históricamente un Belén es todo un despropósito. Pero hay cosas que son leyendas que trascienden la Historia. ¿O no?

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