Si en mi casa se tirasen por un puente
«Para el hombre contemporáneo son más valiosos cuatro estudios de la OMS que la tradición que lo alumbró».
Hace un par de semanas fui al médico por unos ardores estomacales que llevo padeciendo un par de años ya. Son dolorosos, incomodísimos, hasta vienen acompañados de náuseas. Y tomo Almax, Omeprazol, toda clase de protectores de estómago y de medicamentos para paliar la acidez, pero nada, que no consigo erradicarla. Pero al lector, supongo, le traen al pairo mis achaques, así que basta: todo esto lo cuento por otro motivo.
El caso es que el médico, a quien al principio creí enfermero por lo joven que era, empezó a preguntarme por mis hábitos: «¿Fuma usted?», «¿bebe?», «¿hace deporte?». Como a todo contesté que sí, quiso entrar en detalles, saber cuánto fumo, cuánto bebo, cuánto deporte hago; y yo, un poco avergonzado por su tono acusatorio, casi inquisitorial edulcoré la verdad como hacía con mis padres cuando tenía quince años. Con todo, mis respuestas no les satisficieron: llevo, dice, una vida de excesos; soy, dice, demasiado joven para padecer los ardores que padezco. Mala mía.
Pero el médico no quedó contento con eso. Se propuso ridiculizarme, creo, o quizá lograr que me replanteara mi vida allí mismo, en su consulta, delante de las estudiantes de medicina en prácticas que nos observaban al tiempo que tomaban notas. Preguntó primero que por qué fumo tanto, que es algo así como preguntarle a alguien por qué queda con sus amigos, por qué lee, por qué come chuletón en lugar de hojas, así que respondí con un lacónico «porque me gusta». Y luego que por qué bebo vino a diario, que si no estoy al tanto de lo que dice la OMS al respecto, a lo que sí supe dar una respuesta algo más elaborada: «Es que en mi casa, y hasta en la de mis abuelos, se come y se cena con vino». Pero esta respuesta le gustó menos todavía: miró a sus estudiantes, luego a mí, resopló. «Y, si en tu casa se tiran por un puente, ¿tú también te tiras?».
La situación devino absurda, surrealista. Yo había ido al médico a que me diese una pastilla, no sé, a que me recetase algo, y el tipo creyó conveniente realizarme preguntas filosóficas. De modo que tuve que sopesar mi siguiente movimiento: o dejarme pisar, darle razón, decirle que claro, que de ninguna manera volvería a beber vino a diario, que cómo se me ocurría semejante atrocidad a pesar de que se hiciese en mi familia, o entrar en su juego, aceptar su comparación absurda, tramposa —saltar desde un puente tiene un final cierto; beber vino no—, y contestar lo que de verdad pensaba. Opté por lo segundo.
—Sí, doctor. Si en mi casa se tirasen por un puente, yo también me tiraría. Quiero decir, si mi padre, mi madre, mi abuelo, mi abuela, mis bisabuelos, mis tíos, mis primos, mis hermanos se tirasen por un puente, yo iría detrás, o hasta delante por si acaso. Y podría estar equivocándome, desde luego, pero prefiero equivocarme por confiar en mi familia que por contradecirla, por participar de su tradición, de sus hábitos, ¡por compartir con ellos un chato de vino!,que por fiarme de la OMS o de usted, a quien no conozco de nada. ¿Acaso no haría usted lo mismo?
Negó con la cabeza, así que terminé volviendo a casa con un Omeprazol debajo del brazo —otro más— y la certeza de que el médico que me había tocado era la encarnación perfecta del hombre contemporáneo: un hombre para el que son más valiosos cuatro estudios de la OMS que la tradición que lo alumbró.