El fin de Godard o un cansancio extraordinario
«El hombre cansado ya sólo puede ver la existencia como una desgracia, cualquier actividad como una agitación sin sentido, y cualquier amor como algo ridículo»
A mediados del pasado mes de septiembre murió en su casa de Rolle, Suiza, a orillas del lago Leman, el cineasta y figura destacada de la nueva ola del cine francés Jean-Luc Godard. Tenía 92 años. La prensa informó de su fallecimiento con su habitual puntualidad, pero despachó el asunto sin detenerse mucho en él, porque Godard caía antipático y el tiempo no ha sido clemente con la atrevida y, se podría decir, arrogante experimentación del cine que practicaba, que a muchos les resultaba irritante. Yo no he dejado de pensar en esa muerte por el hecho de que fue voluntaria (suicidio asistido, legal en Suiza, como país plausible y adelantado que es mientras en otros, más toscos, no hay manera de superar las trabas de una rancia mentalidad clerical interminable), y por los motivos de su gesto que, antes de irse, explicó: estaba cansado, muy, muy cansado.
Estaba cansado, extraordinariamente cansado. O sea: no es que sufriera demasiado a consecuencia de los achaques propios de la edad, no estaba muy enfermo, y tampoco es que estuviera deprimido como pueden estarlo los muy viejos que han visto irse a parientes y amigos y se han quedado más o menos solos e indefensos en un mundo que se ha vuelto áspero, despoblado, incomprensible y hostil. No, pero sucedía que Godard estaba fatigado. Fatigadísimo. Debería yo ahora repasar Semper Dolens, el manual que Ramón Andrés dedicó al suicidio a través de la Historia, porque ahora mismo no recuerdo otro caso en que se alegue el cansancio como causa o explicación para ese gesto radical. El caso es que tengo el libro en Barcelona, no al alcance de mi mano.
Sucede que Godard estaba muy cansado. ¿Pero cansado de qué? Como jubilado que era y bien cuidado como estaba, todavía manejando algunos proyectos más o menos ilusorios, podía descansar todo lo que quisiera, pero parece que no era bastante. Estaría cansado del peso del propio cuerpo, cansado del peso del mundo.
Para rumiar sobre el tema estoy escuchando una de las cantatas más famosas de Bach Ich habe Genug (Ya he tenido bastante), que por cierto le encantaba a Cioran (la comenta un par de veces en sus Carnets) en la versión de Herreweghe, y una vez más he pensado en la extraordinaria rareza de estas músicas celestiales de las cantatas bachianas en contradicción con el mensaje tétrico que suele llevar la letra, aquí Schlummert ein, ihr matten Augen (Cerraos, cansados párpados) y Ich freue mich auf meinen Tod (Me alegrará mi muerte). Brrrrr.
«Está el cansancio de estar en comunidad y también el cansancio de la soledad»
Supongo que el cansancio de Godard debía de ser como el que, después de ser apuñalado por misteriosos sicarios, sintió Kaspar Hauser, cuyas últimas palabras antes de morir fueron precisamente éstas: «Cansado, cansado». O sea, no se trataría de que el desdichado Kaspar sintiese un daño doloroso, sino de un malestar difuso, un debilitamiento general que lo hace todo desapacible, doliente, y desnuda todas las cosas del interés que puedan tener. En vez del libro de Ramón Andrés me sale al paso el Ensayo sobre el cansancio de Peter Handke, donde habla de alguien que «fue acometido por el cansancio que tiene la fuerza del sufrimiento», estando en la iglesia, el día de Navidad. (¿Por qué le acometió? ¿Es que sonaba precisamente Ich habe genug?) Para Handke, en ese librito, todo resulta muy fatigoso. Está el cansancio de estar en comunidad y querer salir «fuera»; y también el cansancio de «estar en una habitación, en las afueras de la ciudad, solo», el «cansancio de la soledad».
El hombre cansado de Handke, como supongo que pasaría con Godard, ya sólo puede ver la existencia como una desgracia, cualquier actividad como una agitación sin sentido, y cualquier amor como algo ridículo, porque la extrañeza del otro también cansa. Lo propio del cansancio es desde luego bajar los brazos y querer sentarse. Al sabio Sileno de la antigüedad mítica, que solía estar ebrio y de buen humor pero que cuando estaba sobrio era un gran pesimista, se le atribuye el aforismo que dice: «Mejor sentado que de pie, mejor echado que sentado, y mejor que echado, muerto». Quizá Godard lo conocía y lo aprobaba.
Quizá había leído a Byung-Chul (de quien el otro día escribía aquí Ángel Peña), que sostiene, en el libro que le hizo famoso, La sociedad del cansancio, que éste ya no es una cuestión personal sino una patología social, la enfermedad emblemática de nuestro tiempo, provocada por la autoexplotación característica de esta fase del capitalismo. Me parece una interpretación del presente ingeniosa y plausible, pero tampoco se me olvida que el ensayo comenzaba dictaminando que el siglo XX (o sea el siglo XXI) ya no era, desde un punto de vista patológico, una época bacterial o viral, pues ésta fue superada por la técnica inmunológica, presunción que la Covid vino a desmentir por la vía de hechos rotundos e inapelables. Quizá Godard conocía, quizá Godard sintiéndose tan cansado pensó en el poema de Goethe que, según cuenta Kundera -en La inmortalidad, que es sobre todo una novela sobre el cansancio-, se aprenden todos los niños alemanes:
Uber allen Gipfeln Ist Ruh, In allen Wipfeln Spureste du Kaum einen Hauch. Die Voglein Schweigen im Walde. Wante nur, balde, Ruhest du auch.
(En todas las cumbres hay paz, en todas las copas de los árboles no oirás ni respirar. Los pájaros callan en el bosque. Sólo espera, pronto, tú también descansarás.)